sábado, diciembre 14, 2002

Secularización de la sopa Campbell


“Quisiera tener muchos Andys pequeños, Andys, Andys, Andys, Andys, Andys,... sería hermoso ¿no?”
Julia Warhola, madre de Andy Warhol
[1]


Muy poco en broma pero sin seriedad consciente, es decir tomándose las cosas tal y como se presentan, un acontecimiento habitual en el mercado de los alimentos puede resultar bastante singular y complejo, provocando una meditación sobre el carácter lúdico de la experiencia artística. Este año —pero no es posible por ahora decidir si ello aconteció por primera vez este año— en las estanterías de un importante supermercado —un “hiper-mercado”, en realidad, que es el término actual con que los santiaguinos nombramos a estos cada vez más grandes centros comerciales— ha aparecido la sopa Campbell. Un extremo de una de las innumerables estanterías saturadas de productos provoca aquí una perturbadora experiencia de familiaridad: paradójicamente es la familiaridad la que causa la sorpresa. Junto a los envases de cientos de productos cuyas etiquetas conocemos desde siempre, y junto a otros productos nuevos que jamás habíamos visto y que aparecen cada semana —o que parecen aparecer cada semana, porque los hipermercados exigen una importante cuota de insensibilización a las demandas visuales que una variedad tan extensa de productos nos impone—, es imposible esquivar la presencia de las latas de sopa para cualquiera que haya debido poner su atención en Andy Warhol durante algún tiempo, sin experimentar una especie de sorpresa y emoción como si se estuviera encontrando por primera vez a un personaje legendario.
Tal parece que en el extremo de esta estantería se exhibe una pieza notable del arte de los años 60: tres hileras de latas de la sopa de Andy Warhol repiten como siempre la vimos en los libros de arte Campbell’s, Campbell’s, Campbell’s, Campbell’s, Campbell’s, Campbell’s, Campbell’s, ... SOUP, SOUP, SOUP, SOUP, SOUP, ... en sus etiquetas mitad rojo, mitad blanco, con la medalla dorada obtenida en la competencia de 1900 en París, y con la guirnalda de flores de lis en la base. En el “popular” inglés con que cada día más se nos invita a consumir en Chile hasta lo típicamente chileno, cada una de ellas nos describe su contenido interior con la usual letra de Andy Warhol: Condensed, Cream of Mushroom, Cream of Chicken. Aunque perfectamente ordenadas como de costumbre, aquí hay algo nuevo: esta vez están ahí en “vivo y en directo”, en volumen y sustancia; ya no se trata de una pintura sino que se ha disimulado en una repisa toda una obra tridimensional: una instalación escultórica de Andy Warhol.
¿Es posible y legítimo aceptar como acontecimiento artístico la trivial aparición de un producto comercial en las estanterías de un supermercado? ¿Tiene algún sentido dejarse llevar por semejante fantasía? Sin discutir todavía sobre el alcance teórico de estas preguntas, hay algunos aspectos perceptuales que incluir en el análisis. Así como la convencional disposición regular de las latas de sopa y el aspecto general de cada una se presenta como un icono del arte de Warhol, a su vez, otros muchos nuevos detalles nos salen al paso como obstáculos que nos sacuden para que despertemos de esta ilusoria obra. Cuando por fin cometemos el sacrilegio de tomar en nuestras manos alguna de estas piezas vivientes del arte moderno, las etiquetas warholianas no son tan idénticas a las de las telas reproducidas en tantos libros. Superpuesto a su clásico frontis una leyenda extraña, que no está en las de Warhol, dice en una tipografía irreverente: “ONE DISH RECIPE, 5 MINUTE PREP!”, insolentemente yuxtapuesta al medallón central. Además, la palabra SOUP no está sobre sino intercalada entre las flores de lis doradas, y en el lado derecho de esta interrumpida guirnalda faltan dos, las que han sido reemplazadas por “NET WT. 10-3/4 OZ. (305g)” escrito en modernas letras negras. El reverso, algo así como el lado oscuro de la Luna al que nos asomamos por primera vez, está lleno de leyendas y viñetas informativas, molestamente complejas: los ingredientes de la sopa envasada, las calorías, los factores nutricionales, un código de barras; un párrafo en letra minúscula dice algo sobre alguna forma de garantía “...or money back ...” demasiado largo para terminar de leer lo que por lo demás es un inverosímil mensaje. Quizá lo más grave: una etiqueta blanca, escrita con letra de impresora de computador y pegada desprolijamente sobre la original, traduce al castellano los ingredientes y las instrucciones de preparación en una cacerola o en el microondas, y tiene un logotipo que dice “VELARDE HERMANOS” en una esquina: ¿un comercial del patrocinador de esta exhibición?. Por otro lado, resulta sumamente difícil volver a colocar la lata en la estantería de tal manera que ésta sólo muestre su frontis y todas las leyendas de su reverso, impúdicamente reveladas, y verdaderamente mucho más de lo que deseábamos saber, queden ocultas, y nuestro objeto alterado vuelva a verse como las representaciones de Warhol, es decir, como la sopa Campbell de siempre.
Pero, ¿cuál sopa Campbell de siempre puede ser esta? ¿Siempre; desde cuándo hubo un siempre? Se trata de un siempre que es nuestro, muy específico, muy personal; que es un siempre histórico, pero de una historia particular, por lo demás, compartido (o análogo al de otros) e insertado en la forma en la que se nos han revelado tantas cosas de ese mundo imaginario que acontece en otra parte, en otro país, en otra cultura, en la cultura, la institucionalizada, la referible y argumentable, la que es comunicable y valórica, la reconocible como universal, la que está impresa en papel. El “siempre” de siempre de la sopa Campbell la hizo destacar en la estantería; fue por ese siempre que la reconocimos como la presencia indiscutible de Andy Warhol; fue con ese siempre que tomamos una lata en las manos, no para echarla al carro con la compra y servirla en el almuerzo de mañana, sino para palpar por primera vez una obra legendaria, a la vez acercada y distanciada por la cultura artística formal, por la intermediación de los medios de difusión de la cultura. Fue por ese siempre que era necesario hacer un pequeño orden en la estantería, sin que nadie nos viera en tan absurdo comportamiento: un pequeño esfuerzo y, desde cierto ángulo el conjunto de latas se vería idéntico a “100 Campbell’s Soup Cans”. Pero la blanca etiqueta de VELARDE HERMANOS algunas veces fue descuidadamente pegada sobre el frontis de la lata, otras veces la etiqueta original estaba muy sucia. Con tanta gente circulando por ese corredor era francamente embarazoso tomar una a una las latas para escoger aquella con la etiqueta más perfecta (el mejor ejemplar de la sopa de Andy Warhol) hasta que dimos con una satisfactoria —realmente la mejor, y lo lamento por los demás interesados en Warhol— y la depositamos en el carro de la compra junto a las otras especies. Y compramos arte como quien compra sopa, y nadie se enteró de ello, menos la cajera. Una vez en casa todas las cosas compradas fueron a parar al refrigerador o la despensa, salvo la lata de sopa Campbell: fue instalada cuidadosamente en una estantería de la biblioteca, relativamente cerca de los libros de arte, en un ángulo preciso, acomodada para ser exhibida en la posición clásica de la mejor forma posible, haciendo uso de la experiencia recién adquirida en el supermercado cuando con cada vez menor disimulo alineamos todos las otras latas que desechamos para no alterar la integridad del efecto warholiano de la instalación. Al día siguiente fue necesario rescatar de la despensa nuestra pieza de arte POP: la niña que hace el aseo no entiende estas cosas, y fue algo extraño explicarle que de ahora en adelante esa conserva debe permanecer en la estantería de los libros.
Nuestro siempre de la sopa Campbell del supermercado no coincide con el siempre de la sopa Campbell de Andy Warhol, pero, aunque distanciado como experiencia, del siempre de Warhol depende el siempre nuestro. El supermercado ha jugado un rol importante y topológicamente simétrico, pero notablemente diferente: en ambos casos el supermercado está en un extremo. Warhol recogió la sopa Campbell del supermercado porque era un producto totalmente familiar. Según Paul Warhola, hermano de Andy, en casa su madre preparaba sopa Campbell frecuentemente, y el artista se crió consumiendo ese producto.[2] En los años 60 cuatro de cada cinco latas de sopa precocinada que se vendían en Nueva York eran Campbell. Para Warhol, la sopa está en el extremo inicial del proceso de su aislamiento y nueva caracterización cultural. La sopa de Warhol es un ente vivo en el mercado de alimentos cotidiano, que existe como producto de consumo, y por esa preexistencia es que la promoción de su imagen a una galería de arte tiene un efecto de violenta seducción que necesariamente redefine arte, sopa, producto de consumo, galería de exposiciones, público y artista. Para nosotros el supermercado está en el otro extremo; la sopa como sopa no llega hasta nosotros en el estado puro de la experiencia cotidiana warholiana y estadounidense. Llega totalmente contaminada del Warhol histórico y cultural. Desde allá, con aire de objeto refinado y diferente, viene a convertirse en un producto para el consumo cotidiano, exigiéndonos para ello que olvidemos la experiencia de su asimilación artística y le devolvamos el rol del que Warhol la privó. Podríamos decir que se cierra una especie de círculo en torno al objeto. El supermercado se restituye como su lugar de origen y destino, y su incursión por el mundo del arte, desde las galerías epatantes del principio a los textos sacralizados del final, debe a éste su contexto de posibilidades, su mundo.

Es pop hablar en inglés

Pero si como en todo círculo no hay extremos, sino sólo polos diametralmente separados, este viaje del producto de consumo hacia su “sacralización” artística debería encontrar un camino de retorno hasta su posición de origen, y esto precisamente es lo que no está ocurriendo en nuestro supermercado santiaguino.
El párrafo anterior está dando por aceptado que la posibilidad de considerar la aparición de la sopa Campbell en las estanterías de un supermercado de Santiago como una obra de arte, como un happening warholiano, diez años después de Andy Warhol, es una experiencia legítima. El párrafo anterior es también una respuesta afirmativa a nuestra primera pregunta sobre la posibilidad, a lo menos teórica, de esta experiencia. Aceptar la respuesta afirmativa depende de una actitud que tiene un carácter lúdico, y que se superpone a la actitud que podríamos denominar “normal” hacia el objeto. Sin embargo, es inesquivable y sigue pendiente la pregunta sobre el sentido de este juego, que es también una pregunta por la “realidad” del objeto. Dicha de otra forma, la pregunta por el sentido del juego es muy equivalente a preguntar: ¿Qué es lo que tengo delante? La experiencia del ob-jectum es el ob-jectum mismo. Es sustento de ésta en particular que, en nuestra condición histórica, de la sopa Campbell como producto no conozcamos más que la anamnesis de la obra warholiana. Es decir, la condición teorética de la sopa Campbell como el producto de la masa que Warhol retiró de la masa, sin que dejara de ser un producto de la masa. Pero por esa condición de producto de consumo conservada en su promoción artística, la noción de obra de arte se ha abajado a una estatura popular. Al mismo tiempo lo popular se ha enaltecido, mas no por hacerse asimilable a una noción antigua y ya perdida y secularizada de lo artístico (secularización que la propia obra ha provocado), sino porque es ahora digno de atención. Lo popular es ahora digno del tipo de atención que previamente asignábamos a lo artístico solamente, cuando con artístico expresábamos un sentimiento afín a lo sublime de la atención; la atención por ende, ha terminado por desvincularse de la posibilidad de la conformidad entre categorías de nobleza de los sentimientos y grados de “pureza” de los entes que los reciben. El amor por las cosas también se ha abajado para conciliarse con sus apetitos: la belleza ya no se encuentra sino que se la confiere como don-decisión que se desembaraza de su compromiso con la noción filosófica de estética entendida ésta como una teoría de la reciprocidad entre categorías de sentimientos y calidades (metafísicas) de los entes; todo merece ser amado, o, lo que es lo mismo, aquello que se ama es lo que merece nuestro amor y nada más.
La acción de esta teoría (metafísica) de la reciprocidad es la responsable de que hasta nosotros llegara sólo lo “retirado” de la sopa Campbell como un desdoblamiento de la experiencia original que, por acontecida en otro lugar, ha dejado fuera de alcance la parte de su historia previa que caracteriza a la nueva y le da su sentido inaugural como experiencia de verdad. Nunca fuimos parte de esa masa de consumidores, nunca vimos que el artista pintara como arte lo que consumíamos a diario desde siempre; nunca hemos debido considerar arte a la imagen de la sopa Campbell: para nosotros siempre la sopa Campbell ha sido un icono del arte pop. En otras palabras, ella no es arte pop aquí.
Me parece que la mirada debiera ponerse ahora más atentamente sobre lo referido con el concepto de lo pop que en la lata de conservas. Cuando, en la figura cultural de la obra warholiana, los cuadros de sopa Campbell se presentan como representativos exponentes pop, algo de la frescura del momento original en que se usó ese nombre por primera vez, y no cómo ese nombre ahora designa técnicamente, historiográficamente, un movimiento de los años 60, nos alcanza todavía. Analizar el significado del término pop, la posibilidad de que exista una experiencia asociable a ese término aquí, es decir, la posibilidad de que se ponga algo en juego equivalente al concepto de lo pop estadounidense en el Chile actual, es lo que constituye el sentido de dejarse llevar por la aparición en el supermercado de la sopa Campbell como si se tratara de una experiencia artística.
He advertido desde el principio que la idea de este happening warholiano, post mortem y descontextualizado, tiene alguna posibilidad de ser auténtico sólo para alguien que tenga un conocimiento previo de Andy Warhol. No se trata del conocimiento incorporado al autoconcepto, o de crecimiento educacional y erudito; basta más bien la capacidad de su consumo como conocimiento “disponible” e inadvertido incluso. Basta que se sepa (y retenga en la memoria) de Andy Warhol como el “artista del pop norteamericano de los años 60 que pintó latas de sopa Campbell”. Basta que una descripción de este tipo pueda ser construida con la simplicidad suficiente como para no demandar ninguna necesidad de deducción en ella, y que pueda ser aceptada (“consumida”) por todos sin provocar cuestionamientos. En el acto de consumir, como si se tratara de una destreza adquirida, se centra la efectualidad pop. En la idea del consumir comparecen dos aspectos que poseen roles importantes en la definición de lo pop: producto y disponibilidad. Por un lado, el producto, con su carácter de generado en otro lugar, de hecho por un otro, conlleva internamente una novedad en tanto que de su presencia fenomenológica no seamos causa directa ni inmediatamente su destinatario, y resultará siempre claro que está ahí presente por una razón que aún no nos involucra, sino que más bien por su extraña lejanía podemos percibir una interpelación a su consideración, y la efectividad de esa interpelación es decisiva para el establecimiento de una relación de consumo con nosotros (la publicidad, por ejemplo, es el trabajo que busca romper la lejanía inicial de la “aparición”). El producto es una novedad que se pone “al alcance”. Pero al mismo tiempo, de la disponibilidad del producto, se deriva una relación de pertenencia que resulta contraria a la extrañeza de la aparición. La disponibilidad, que en un momento inicial es sólo el ofrecimiento que hace por sí misma la presencia, se convierte en disponibilidad como “contar con”, en la medida que el acto del consumo se concrete. El consumo, entonces, puede definirse como el paso entre lo extraño‑disponible a lo disponible‑cos­tumbre, de tal forma que el presentarse de la cosa se transforma de novedad en habitualidad, de una manera tal que el pasar nos lleva a nosotros mismos hasta una nueva relación existencial con la cosa consumida. En este pasar que en verdad efectuamos nosotros, hay una experiencia de direccionalidad (temporal, como es la vida que vivimos) que podemos llamar propiamente sentido, aunque aquí no sea pensado teleológicamente, sino más bien como una confluencia coherente con la experiencia que tengamos (o que creamos tener) de lo que actualmente estamos viviendo. En esa direccionalidad lo ofrecido de la cosa pasa a incorporarse a la propia vida como si se tratara de un enriquecimiento de su complejidad. No es extraño, entonces, reconocer en el consumismo un actividad placentera en lo existencial: cada vez que vencemos la extrañeza de lo ofrecido y lo convertimos en disponibilidad existencial, disponibilidad como hábito, como algo que se lleva puesto, lo “subimos” al barco que somos cada uno, y le damos la direccionalidad que llevamos. El sentido aquí (el consumista al menos) no tiene que ver con un destino, sino con una remisión al pasado, a la direccionalidad inercial de la nave que envía hacia adelante lo que embarca. La metáfora del consumir como un embarcar, da cuenta también de una idea de la cultura como la inercia de la nave: no se consume sin una inercia previa, es decir, no se consume sin cultura.
Pero en el consumir lo extranjero (quizá no hay otra instancia en la que se despierta tan fuertemente la sensibilidad por el consumo), lo foráneo, porque se consume culturalmente, es decir porque su consumo está cargado de sentido cultural, y porque lo cultural está por si mismo sustentando el sentido, la verdadera dimensión artística que puede devenir lo popular se impone como conducta obligada. Lo extraño en la oferta de lo extranjero es más agudo como interpelación de sentido. Esa es la razón por la cual los chilenos hemos infectado vastamente nuestro lenguaje con términos y mensajes íntegramente expresados en inglés y perfectamente pronunciados y comprendidos. El inglés reemplaza al castellano en mensajes completos cada vez que lo que deseamos (o lo que publicitariamente se nos induce a desear) suene pedestre y miserable en nuestro propio idioma. Lo insignificante y lo vergonzante, lo risible y lo trivial, suenan sublimes en inglés. Para explicar el buen desempeño de las propiedades de un automóvil usamos la palabra performance, y la empleamos de tal manera que ya no explicitamos cuál tipo de desempeño es el referido, pues performance parece aludir a una totalidad que está por encima de todos los buenos desempeños posibles; performance es un atributo en sí. Decimos calling party pays para decir (y no decir) que “el que llama paga” en los teléfonos celulares, y la sofisticación (muchas explicaciones técnicas se han esquivado así) de nuestros modernos refrigeradores se debe entre otras cosas a que hacen cubos de hielo porque tienen un aparato muy ingenioso que se llama ice-maker y jamás hay que descongelarlos porque están provistos de un sistema non-frost. Esta dinámica del lenguaje que todavía es evidente en la introducción de palabras inglesas en la publicidad, la economía, la administración de empresas, o en la reformulación del significado de palabras “antiguas” o “pasadas de moda” en la jerga juvenil, no pasa por nuestro lado sin envolvernos; es difícil escapar a su seductora actualidad. La palabra “sofisticado”, por ejemplo, ya no significa más lo que en todos los diccionarios se pretende: nadie consideraría que cuando se lo llama sofisticado, se esté diciendo de él que es torcido y engañoso. Siendo rigurosos con el significado original, lo que realmente hace “sofisticados” a los nuevos refrigeradores no son sus refinamientos técnicos, sino la “sofisticada” manera de describirlos y publicitarlos, es decir, de consumirlos. La popularización no viene de una facilidad de consumo inherente al producto, sino de la “consumibilidad” de los sentidos, es decir de la facultad extendida de embarcar las cosas. Pero esta reflexión es autoincriminatoria: decir pop no es lo mismo que decir popular, porque es pop y no popular.

La obra legitimada a distancia y
la obra legitimada con la distancia


Cuando Gerard Malanga se encontraba de vacaciones en Roma, decidió procurarse algún dinero falsificando una serie de “Warhols” con imágenes serigrafiadas del Che Guevara. El dueño de la galería que quiso comprarlas decidió verificar con Andy Warhol la procedencia de las obras. Warhol, que ya había recibido una carta con la confesión de Malanga, prefirió autentificar las obras, pero pidió que todo el dinero le fuese enviado directamente porque “Mr. Malanga no está autorizado a vender las obras”[3].
¿Fue satisfactorio para el dueño de la galería el telegrama autentificador de Warhol, de tal manera que esta anécdota, en vez de desacreditar esas obras, las incorpora unitariamente a lo tenido por auténtico en Warhol ? Malanga intervino sistemáticamente en las serigrafías de Warhol desde muy temprano, y no sólo él, sino casi la totalidad de sus amigos. El concepto clásico de autenticidad no fue en absoluto aplicable a la obra warholiana, y la manufactura colectiva de sus obras ya era perfectamente conocida en su tiempo. El nombre de su taller, la popular Factory, daba testimonio de la posibilidad abierta a la colaboración productiva, como el nombre de una institución coherente con la figura de Warhol (la Factory ocupó tres locales diferentes a lo largo del tiempo sin perder su nombre[4]). Para el propio Warhol, la legitimidad de una obra estaba más en una dimensión mental que factual, por lo que la transgresión de Malanga resultaba subsanable con una decisión positiva. Pero con lo que Warhol no transaría era el valor económico que su legitimación implicaba. Malanga no fue el único en falsificar a Warhol, también Brigid Polk afirmó en 1969, en una revista de Los Ángeles, que Andy Warhol estaba harto de pintar, y que ella hizo todas sus últimas pinturas de latas de sopa, y que desde hacía dos años que ejecutaba todo el trabajo y firmaba por él. Warhol, con descaro, confesó a la revista Time que así era, pero tuvo que retractarse cuando coleccionistas alemanes empezaron a llamarlo para averiguar si habían gastado cientos de dólares en obras falsas. Tampoco para ellos fue inverosímil que Warhol les dijera que su declaración en Time era sólo una broma. Más efectiva que una coherencia de manufactura, despersonalizada completamente por la descuidada técnica serigráfica y las eventuales pinceladas expresionistas, era necesaria una coherencia comercial propia de la obra artística como un producto ofrecido a la disponibilidad del consumo.
Es claro que en el juego de lo warholiano (y en general de la obra artística posterior a Marcel Duchamp), la posición sociológica del artista es la regla que lo hace posible. Sin embargo la lectura que en cada caso se hace de esta regla da lugar a juegos muy diferentes. La cuestión del campo de valores en que se establece el sentido de la obra depende de la posibilidad de incluir al artista en el contexto sociológico donde se está para apreciarlo. La posibilidad de una interpretación de lo popular como arte depende de la valoración previa que se hace de lo popular. Una sociedad industrializada que produce lo que consume, es decir que mantiene lo extraño no demasiado lejos de lo familiar y de las destrezas para consumirlo, no asimilará la exhibición de las cajas de jabón Brillo o las latas de sopa Campbell en una galería de arte de la misma manera. La intromisión de lo cotidiano y su posibilidad de elevación a la categoría de obra de arte, implica una actitud de reconocimiento hacia el artista que depende más fuertemente de su grado de extravagancia social, que la que puede requerir la aceptación de la obra de otro que no hace referencia a lo cotidiano. Habría que pensar con Bourdieu y su teoría del campo sociológico[5], que mientras más vulgar la cosa promovida a la categoría artística, más indispensable es el “puesto” de artista. Pero la valoración de la obra y su sentido también son dependientes de ese campo. En el caso neoyorquino de la época de Warhol (y habría que pensar también en el resto del mundo económicamente desarrollado que de alguna manera se encuentra en una centralidad de la producción tecnológica y cultural) la ascensión al “puesto” de artista pop es totalmente paralelo a la aceptación del arte pop, es decir, la relación de consumo de ambos es no sólo interdependiente, sino simultánea. El reconocimiento del artista como figura es simultáneo a la aceptación de su obra y a la promoción de lo cotidiano al nivel de obra, y de la reconstitución del sentido de lo cotidiano: el paso de lo popular a lo pop. No es extraño entonces que el valor cultural de la obra esté más próximo a su valor comercial (si no es que ese valor comercial es el único valor de la obra), mientras el artista esté allí para producir. El valor del artista es esencialmente su poder legitimador sobre las obras, a tal punto que los posibles méritos propios de la obra (interpretados en su “ajustabilidad” con criterios estéticos no necesariamente asimilados en el campo sociológico; más bien por el contrario, ellos mismos son susceptibles de ser modificados para conformar el gusto) quedan relegados a un segundo plano.
Cuando no es lo cotidiano lo que se quiere promover, la posible “extrañeza” de la obra hace parte importante del trabajo del artista. Esto es así, en primer lugar, porque la dificultad de la interpretación que ella impone deja más libertad para recurrir a un primer acercamiento metodológico por medio de una revisión crítica según criterios estéticos preestablecidos (conscientes o inconscientes), al presentarse como obra algo que, o no nos tiene involucrados en una relación previa, o calza definitivamente con lo que ya desde antes entra en lo aceptado como artístico. En segundo lugar y en nuestro caso, no obstante ser evidente que las pinturas de latas de conserva o las acumulaciones de caja de jabón Brillo son representaciones de productos comerciales vulgares (en otra parte), la distancia de su extranjería, de sus rótulos en inglés, y la lejanía del propio Andy Warhol, nos impiden definitivamente una relación de familiaridad y cotidianidad como la que se da con los, para nosotros, reales productos de consumo. Aquí es otro el juego. El puesto de artista no se alcanza simultáneamente con la aceptación de la obra; o bien la obra es obra porque calza con “lo artístico” (aunque para ello haya sido necesario ajustar los criterios de lo artístico) o definitivamente no es ni obra ni se trata de un real artista. En otras palabras el juego local nuestro de la promoción artística de la sopa Campbell y de Andy Warhol no se da en el plano del consumo como apertura de sentido (como propone la metáfora del barco) sino de lo ya consumido y digerido.
Quizá no sea demasiado aventurado pensar que la experiencia artística tiene que ver sobre todo con la actividad permanente de redefinición de sí misma a partir de un estado de acostumbramiento de lo artístico. Si la consagración de las obras como artísticas, como exponentes representativos de experiencias estéticas ya acontecidas, como monumentos de la historia del arte, es el patrimonio de la cultura, también este patrimonio puede reconvertirse en campo fértil si, en vez de su conservación se le ofrezca como material disponible para el consumo de la experimentación de nuevas aperturas artísticas.

El círculo hermenéutico y la sopa Campbell

Estos dos mundos de la sopa Campbell de los que ya hemos hablado (el definido por el siempre neoyorquino warholiano y el siempre bibliográfico nuestro) guardan una relación profunda con nuestro propio ser. Se trata de una confrontación posibilitada por una historia particular de distanciamiento, de ubicuidad perimetral en torno a un centro, y que sólo por ella es que, a un mismo tiempo, centro y periferia se muestran como posiciones: el mundo del centro existirá mientras hayamos descubierto nuestra periferia, pero al mismo tiempo, mientras seamos también en alguna medida los sustentadores de esa noción de centralidad. Pero, aun desde la situación periférica que tiene consciencia de la centralidad que no ocupa, no es posible instalarse en ambas a la vez. Los mundos del centro y de la periferia tienen perspectivas distintas con respecto a la circunstancia en que la obra de warholiana se encuentra.
La pregunta por el sentido de considerar arte la aparición de un producto en una estantería tiene su esencia en la palabra aparición. Ella ya habla de una existencia anterior. Esa existencia no es sin embargo otra que la nuestra propia que ya se ha extendido sobre la obra de Warhol, pero que esta vez tiene que enfrentarse a la consecuencia de esa asimilación. En esta oportunidad una cosa clama por ser re-conocida, porque se ha presentado de una manera que se debate en el límite entre lo usual y lo extraño. La necesidad de interpretarla viene del antecedente que ella misma ya es para nosotros. La reciprocidad de un círculo hermenéutico —como el que Heidegger puso de relieve en su ensayo sobre el origen de la obra de arte— necesariamente nos dispone en una relación de conocimiento y comprensión, pero algo más está a punto de revelarse. La condición efímera de obra de arte que esta pretendida obra de arte tiene, es precisamente la cuestión relevante: ese paso fluctuante e indeterminable entre la “realidad” de objeto cotidiano y la “realidad” de objeto artístico (a lo menos como componente icónico de la obra warholiana) está en la base del arte pop y es la legitimidad misma de la interpretación “artística” de esta aparición. Su propia condición efímera es precisamente, y únicamente, la validez de la dimensión y posibilidad artística de nuestra experiencia del supermercado. Junto al círculo hermenéutico que constituye la relación cultural de significado y sentido que para nuestro ser tiene la obra de Warhol, hay ahora esta otra relación que parece ser mucho más significativa y propia, y que está actuando de una forma más legítima y decisiva; ella ya se abrió por primera vez en torno a la sopa Campbell para quedar disponible universalmente, para posibilitar no sólo la experiencia aquí discutida, sino toda experiencia artística imaginable que desborda sin violar los límites formales de la obra de arte. Esta relación a la que me refiero, también es circular porque, de la misma manera que el círculo hermenéutico muestra la imposibilidad de establecer límites entre sujeto y objeto sino que pone a las cosas en una relación de ser-para-un-otro, pero aquí habría que llamarla “círculo pop” porque su efecto sobre la conformación de “obra” es muy diferente.
Duchamp es representante por antonomasia del círculo hermenéutico. Los ready-made son tenidos en consideración artística por una relación de reciprocidad entre el interrogador de la obra y la posibilidad inyectada en ésta para ser interrogada como obra de arte. En esto, el rol de artista, de la forma en que Duchamp es considerado, constituye el umbral por el que se abre el espacio de la sacralización (consagración) del objeto a su destino artístico, pero los caracteres de ese rol a su vez ya están pre-conferidos socialmente sobre el artista reconocido como tal, a lo menos en el círculo inmediato del artista (el adscribir a un movimiento de vanguardia, por ejemplo). Recordemos como ejemplo el ready-made titulado In Advance of the Broken Arm [4], que es simplemente una ancha pala para nieve comprable en una ferretería: es un objeto estudiadamente convencional, pero que ha sido firmado y puesto en una galería de arte con un título impreciso pero sugerente. En esa pala verdaderamente se ha efectuado una separación de los objetos convencionales, de tal manera que ahora es declaradamente una obra, sin interés previo por su valor estético. La significación que los ready-made han tenido para la concepción moderna del arte ha sido fundamental para el desarrollo posterior del arte, como por ejemplo fue el movimiento Pop. Los mundos posibles ya fueron abiertos intelectualmente con la re-aparición de los objetos “triviales” en medio de las ahora incontables interpretaciones coexistiendo en ellos (es frecuente, y es culpa del propio Duchamp, que los ready-made sean vinculados a significados de tipo sexual, por ejemplo, pero de ninguna manera, a pesar de las ideas de su autor, los ready-made se agotan ahí ya que una vez descubierto el mundo inconsciente de los objetos a las interpretaciones individuales harán siempre nuevos y sutiles —o “infraleves”, como decía Duchamp— contactos con ellos). L’objet trouvé de Duchamp es un objeto encontrado más por su condición de retirado (por el acto de su separación) de la normalidad (y colocado de esta forma en su nuevo rol de obra de arte) que por su normalidad misma. L’objet trouvé de Duchamp es un objeto encontrado en un otro significado, y como obra se exhibe este nuevo significado.
Exactamente lo contrario ocurre con los objetos pintados por Warhol. Aunque el rol de Warhol es equivalente al de Duchamp en su dimensión sociológica, el efecto del artista sobre la obra (esto, desde luego teniendo en cuenta principalmente, y quizá solamente, las pinturas de sopa Campbell, sellos postales y botellas de Coca-Cola) está tan valorado en sí mismo, que la transformación operada en el objeto “retirado” no es definitiva; incluso el retiro mismo es especialmente inocuo. El objeto warholiano permanece como tal, aún siendo convertido en obra de arte, y conserva su estado primitivo permanentemente “operativo” tanto en su contexto no artístico original como dentro de la obra misma. Podría decirse incluso, que ningún tipo de “retiro” ha acontecido verdaderamente. La situación en la que se da el círculo de Duchamp es típicamente hermenéutico para con la obra misma, mientras que el warholiano es un “círculo Pop”. La diferencia fundamental entre ambos círculos está en el rol que el objeto-encontrado desempeña. El acto artístico de Duchamp opera sobre el objeto en el territorio de las interpretaciones, donde la re-interpretación desvela una significatividad más amplia, que pareciera metafísicamente preexistente, paralela a la convencional del uso diario, y esa re-interpretación es de tal ímpetu que es inseparable de la experiencia, dando una singularidad ineluctable al objeto que lo convierte en “pieza única” (no obstante todavía sea posible hacer réplicas de él), sacralizando su nueva condición en el espacio mental de la cultura. El círculo Pop en cambio, aún operando con objetos, actúa en otro ámbito separado de estos: el territorio Pop es el espacio social, y el acontecimiento artístico, la obra propiamente tal, tiene un grado de independencia suficiente con el objeto involucrado de tal manera que este actúa solamente como un catalizador de la “reacción” sin sufrir una transformación irreversible. El objeto pop es un vehículo de la exhibición de su contexto: es el contexto del objeto lo que se promueve al nivel de obra, es decir, es la existencia previa del objeto para su consumidor cultural lo que viene a exhibirse reflejado en él. El arte pop es el arte del contexto, el arte de transformar en obra la propia vida cotidiana, lo mundano, lo de todos los días, de tal manera que en lo de siempre se descubra una proyectualidad totalmente renovada. Las palabras moda, “glamour”, fama, tan usadas por Warhol, son la tela y el óleo de su arte. No tienen importancia, entonces, quién efectivamente es el que pinta ni cuál es el medio para llevar el motivo al lienzo. Sólo es relevante la irrelevancia del motivo yuxtapuesta al valor comercial (o sea de consumo en todo su sentido) de la obra.[6]
La condición efímera de la experiencia que ve una obra warholiana en la estantería es esencial en lo abierto en la experiencia pop. Por la debilidad de su determinación, lo que nos ocupa a diario, eso en lo que estamos en forma inconsciente y acostumbrada, se confunde con la conformación de una imprecisa “obra de arte” y la vida misma se integra a la posibilidad de una experiencia renovada, atenta a la posibilidad de redescubrir la extrañeza olvidada de la normalidad. Entonces, cómo fue que las cosas que pasaron a pertenecer a nuestro mundo recibieron un rol en él, parece hacerse más visible, cuando la seriedad de lo en serio parece no ser más que provisoria, sino totalmente arbitraria. La foto noticiosa de un accidente aéreo o automovilístico, el rostro sonriente de Marilyn Monroe ya muerta, la silla eléctrica de una ejecución reciente, el rostro entristecido de Jacqueline Kennedy o la circunstancia bochornosa de la “Cleopatra” que ha decidido arrojarse definitivamente a los brazos de Richard Burton, son para Andy Warhol, en sus series y repeticiones obsesivas, los catalizadores de la redefinición permanente de la seriedad debida.

La secularización debida

En este ensayo se ha utilizado frecuentemente la expresión “experiencia artística” y no “experiencia estética”. Todo lo que pueda dar sentido a la consideración de la sopa Campbell en un supermercado santiaguino tiene validez en tanto que se tenga presente la dimensión existencial de la palabra experiencia. De esa manera, la experiencia artística y no la estética es la cuestión que aquí se ha debatido, en tanto que por la palabra arte signifiquemos una forma de ser, en la que no sólo los artistas propiamente tales son, sino en la que todo ser humano ya puede ser por el sólo hecho de estar-en-el-mundo, como diría Heidegger, cuando ese estar le enfrenta (le ubica en frente) y le hace patente que la proveniencia de las cosas no es completamente exterior como parece. Decidir qué son, juzgar expresivamente (la experiencia estética) cómo son, y tratar de entender por qué son, ya vienen después.
Comprender la distancia que las obras pop guardan con sus propios objetos (o motivos) es más difícil en la periferia de la experiencia pop original en que vivimos aquí. Pero no creo que pueda decirse que fue fácil tampoco para las concepciones del arte de su propio tiempo que incluso ya eran modernas. Marcel Duchamp dijo de los cuadros de sopa: “Si coges una lata de sopa Campbell y la repites cincuenta veces, no te interesa la imagen retiniana. Lo que te interesa es el concepto que quiere poner cincuenta latas de sopa Campbell en un lienzo.”[7] Pero así revela que su percepción no se vuelve aún a mirarse a sí misma; todavía la obra se debate en el problema de su emancipación retiniana. Warhol parece más bien no sólo haber recorrido todo el camino conceptual señalado por Duchamp, sino venir de regreso para decir cómo ese concepto de lo artístico se ve desde su revés.
Todavía, sin embargo, la experiencia del supermercado debe remontar la duda sobre su realidad. La sopa Campbell, como icono, está consagrada culturalmente y ese es su propio obstáculo cultural para la validación de la experiencia del supermercado. El círculo pop no se cerrará mientras la circularidad hermenéutica la ponga en lo artístico que el nombre de Warhol trae consigo. Es necesario que su imagen icónica sea secularizada. Una comparación con los cuadros de botellas de Coca Cola, producto que sí consumimos desde el mismo siempre que Andy Warhol, puede aclarar a qué me refiero. El círculo pop sí se completa en ese producto: puede ser a la vez obra de arte e icono, y no-arte y no-icono.
El círculo se habrá cerrado cuando nos decidamos —sin meditarlo siquiera, en un día cualquiera, desposeído de toda ocasión—, a abrir la sopa warholiana que está en la estantería de los libros, y la sirvamos en un plato antes de los tallarines o de la carne con arroz, y la comamos simplemente como sopa Campbell. La clave de ello será qué tan simplemente podremos efectuar ese “simplemente”.

[1] David Bourdon, Warhol. Ed. Anagrama, Barcelona, 1989
[2] David Bourdon, Op. cit.

[3] David Bourdon, Warhol. Ed. Anagrama, Barcelona, 1989

[4] Sólo al final de la vida de Warhol, cuando prácticamente toda su actividad estaba centrada en el cine, la Factory perdió su nombre para convertirse en Andy Warhol’s Studio.
[5] Pierre Bourdieu, ¿Y quién creó a los creadores? en Sociología y cultura, Grijalbo, México, 1990
[6] Es paradójico que Warhol comenzara regalando casi todas sus pinturas de sopa Campbell. Warhol suspendió definitivamente su generosidad cuando se dio cuenta de que ello no sólo ya había producido un efecto promocional, sino que definitivamente atentaba contra el personaje que socialmente empezaba a reconocerse en él.
[7] Rosalind Constable, New York’s Avant Garde an How It Got There. New York Herald Tribune, 17 de mayo de 1964, p.10 (citado por D. Bourdon. en op. cit.)