jueves, diciembre 14, 2000

Sobre la estética de la desaparición

(Política de la sobremodernidad)


me gusta estar al lado del camino / fumando el humo mientras todo pasa / me gusta abrir los ojos y estar vivo / tener que vérmelas con la resaca / entonces navegar se hace preciso / en barcos que se estrellen en la nada / vivir atormentado de sentido / creo que esta, sí, es la parte más pesada / en tiempos donde nadie escucha a nadie / en tiempos donde todos contra todos / en tiempos egoístas y mezquinos / en tiempos donde siempre estamos solos / habrá que declararse incompetente / en todas las materias de mercado / …

Fito Páez

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En la jerga de la juventud chilena de la década de los 90, se ha condensado una expresión que podría considerarse el reflejo fidedigno del temperamento finisecular. Ella se pronuncia siempre como respuesta neutralizadora a interpelaciones que demandan un compromiso existencial: «¡No estoy ni ahí!». Y ya no es solamente la reacción que quiere ser indiferente a la crítica molesta, al reproche por lo dejado pendiente o a la advertencia sobre el costo de la irresponsabilidad. Nada está excluido hoy de su desaire. La frase se arroja con decisión contra todo aquello que represente una agresión; pero sobre todo contra aquellas agresiones no formalizadas y que, en cambio, tienen una efectividad persistente y opresiva porque constituyen la base de lo social. Como si con la frase se estuviera poniendo a suficiente distancia a la sociedad entera y, simultáneamente, se preservara el derecho y el poder de estar en medio de ella. En medio de ella y sin ocupar ninguno de sus espacios preestablecidos.
En el Chile de los 90 las oportunidades más eminentes del «no estar ni ahí» son con la política, con las celebraciones tradicionales, con la justicia y las reivindicaciones pendientes, y con el Estado. Y sin embargo frente a esas figuras es que la frase adquiere toda su eficacia exhibitiva. Se da la espalda para que se la vea. Pues en el aparente abandono de sí mismo que la expresión replica, hay, en cambio, un rescate. La subjetividad se reivindica con ella de un modo extraño; encuentra allí su hábitat haciendo desaparecer a los demás de la vista, pero en un gesto teatral que se destina enteramente a la contemplación ajena.
En cierto modo es la antítesis de una posición heroica fundada en el ser ahí de Heidegger. El ser de las cosas, para Heidegger, es primeramente una relación pragmática con el ser del hombre. La constitución de un Ahí[1] es propiamente la experiencia del mundo. Ella viene de una “condición respectiva” de las cosas que son tales (para nosotros) por estar nosotros vueltos hacia ellas en el trato de la ocupación cotidiana y del uso. En este primer nivel pragmático (el trato con las cosas) el entorno es un “todo de útiles” que conforma el “todo remisional” o, más precisamente, el mundo: conjunto de disponibilidades e indisponibilidades, en el cual la disponibilidad es el espacio mismo que las cosas “producen” al co-estar con nosotros. La forma que adquiere la disponibilidad de ese “todo remisional” y de ese “todo de útiles” heideggerianos, es lo que podríamos llamar una accesibilidad: el todo remisional está disponible porque accede —se abre— a nosotros, se torna en lugar. El ser en el mundo de Heidegger tiene la forma de un estar (estar en el mundo) y por ello estando es la primera y más eminente forma en que el ser se manifiesta, de ahí que decir lugar sea fenoménicamente la señal de ser, de hallarse siendo en medio-de. Resulta esencial el descubrimiento de que la accesibilidad a nosotros que el lugar ofrece es ya primeramente el reflejo de un modo de darse nuestro propio ser en él; y que el mundo es mundo porque ya estamos vueltos (nos remitimos) hacia él hasta el punto en que establecemos su modo de darse, disponible de un modo, indisponible de otro.
Pero el ser del que expresa que no está «ni ahí» ya no se define por su todo remisional en el sentido de un estar vuelto hacia las cosas, sino, por el contrario, dando la espalda al mundo. Establece, en sí, una forma de clausura del mundo en lugar de una apertura. Impide (o interrumpe) la accesibilidad del mundo como una propiedad refleja. Pero, ¿no hay también aquí una operación heideggeriana? En un sentido general, que podríamos llamar técnico, sí. El cambio de posición remisiva, el modo de estar vuelto a las cosas en la indiferencia, no obsta para impedir que el mundo ya sea tal en una condición respectiva, por y para el ser del sujeto. Pero algo nuevo y contradictorio se entrevé en la dimensión espacial de la opción del «ni-ahí»: es la capacidad (al menos en la dimensión psicológica del deseo) de ausentarse en medio-de, de desaparecer en la escena, y con ello el control de la propia condición respectiva.
El «no-estar-ni-ahí» representa una acción casi consciente sobre la naturaleza del lugar y la ilusión de su accesibilidad. Pareciera tenerse la voluntad y la capacidad de efectuar, por medio de un abandono, un gesto aun más elocuente y remisivo sobre el lugar de lo disponible, al punto que por el sólo hecho de expresarse así, se descubre la acción de una indisponibilidad de fondo que anula al sujeto y que paradójicamente le recupera en la forma misma del abandono. Tal capacidad es sólo posible y salvable, dialécticamente, por la vía de la caracterización estética de ese abandono. El abandono de la escena, que permanece en medio de la escena, es la estética de la desaparición.

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Al caracterizar el «ni-ahí» como una estética se hace necesario proponerse una interpretación de la acción de desaparecer que la mantenga en un plano cuyas consecuencias no puedan considerarse autodestructivas. Aunque siempre será posible perfilar un desencanto general motivado por el modo de darse del «ahí» —el colectivo y el convencionalizado que se hace conscientemente rechazable—, el «ni-ahí» está exento de toda pasión melancólica y de todo subterráneo deseo de castigar a los demás. Es decir, la voluntad de desaparecer ha de tener como condición una cierta falta de seriedad o, más bien, un cierto sentido del humor, en el efecto de las consecuencias sobre el propio sujeto, pero al mismo tiempo la capacidad de asumirlas responsablemente, al menos en lo que recae sobre sí, sin interés, ni por la compasión de los demás, ni por su incriminación culpable.
Pero sería completamente injusto ver una pura militancia en la negatividad y desconocer una suerte de padecimiento ontológico similar al que embarga en la melancolía; pero en vez de figurar en él una agonía, hay más bien aquí una «agonística», o sea, una cierta destreza técnica en la administración del padecimiento. Pues más se parece a un juego que se puede ganar, que a una lucha de supervivencia. Un juego que puede inscribirse en el tipo de «juego de lenguaje» de Wittgenstein. En ese sentido wittgensteiniano, la voluntad de desaparecer comunicada en la expresión del «no-estar-ni-ahí» corresponde a una jugada cuyas proyecciones no se prevén, como tampoco sus reglas, pero que conviene adelantar para las próximas jugadas. Las condiciones de esas próximas jugadas, las propias y las de los otros, quedan inevitablemente establecidas por la jugada previa. Los juegos de lenguaje producen ciertamente una condición agónica ya que es inesquivable la inserción en el juego social, y no es posible marginarse sin conceder, y sufrir con ello, la ventaja a los otros. Pero, como señala Lyotard[2], no basta la conciencia sobre la naturaleza de este juego para su eventual superación, con la consiguiente ventaja de su formulación teórica, la deducción y luego la administración racional de sus reglas, pues ya las reglas de esa hipotética tecnología de los juegos son, en sí mismas, jugadas a las que el propio tecnólogo está sometido.
Una especie de renuncia, propiamente lúdica, que no es otra cosa que el desencantado reconocimiento de la preeminencia del juego sobre todo intento de su superación constituye ese giro de la agonía hacia su reincorporación en el propio juego, «agonísticamente». En términos de juego esa administración empírica del padecimiento y la lucha, es una apuesta.
Luego, también aquí una diferencia con la melancolía: la estética de la desaparición es capaz de un deleite que le sirve de medida positiva y sustentora, al mismo tiempo que la hace coligante y no desvinculante con el mundo. Esa medida de positividad es la posibilidad de exhibición de los demás como objeto de contemplación: el juego es juego en cuanto los otros son convertidos en espectáculo, son ganados en la dislocación que los deja disponibles para entonces poder ser recuperados en un nuevo juego. Es que en vez de optar el sujeto que desaparece por el ofrecimiento propio como héroe trágico, para sí mismo y para los otros —lo que es extremadamente arriesgado pues ese discutible heroísmo puede tornarse fácilmente en estupidez o en alguna forma condenable de inadaptación social—, en el planteamiento del no-estar-ni-ahí se las arregla para convertir a los otros en su espectáculo. La desaparición en medio de la escena vuelve la «realidad», establecida y convencional, en escenario desquiciado, donde ahora es obligatorio reconstituir sentido. Esta operación reconstitutiva, que es la jugada programada (por el sujeto que desaparece) con que responden los otros, tiene la particularidad de incorporar ineludiblemente al desapariciente. Pues la única posibilidad de reconstituir orden y sentido es aquella que le hará reaparecer en recuperación recíproca. Si esa recuperación del sujeto que desaparece resulta posible para los otros, será sólo porque la dislocación ha tenido lugar, al mismo tiempo que causado un profundo efecto.
La jugada que es capaz de conducir a los otros a esa operación reconstructiva, es la que gana en el juego.

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La estética de la desaparición tiene a la realidad misma por su obra. No la realidad de lo dado ya siempre, que prevalece sobre la actuación de los actores, sino otra nueva que surge tal como la realidad escénica de una representación teatral, trágica, pero que transforma la de los propios espectadores. El efecto de la obra en este caso es completamente opuesto a la catarsis aristotélica. No es la asistencia al cumplimiento catastrófico del destino sobre la vida del héroe trágico la que ha de servir para reforzar los fundamentos de la realidad, sino otra en la que la misma realidad que pone fin al héroe se desdobla, mostrando que éste aún sobrevive incólume más allá de su destino. Una muerte que no es finalización. Luego, ¿cómo hablar de destino todavía si éste ha dejado de ser el imponerse de la solidez de la realidad? Es que esta imposición acontece en el fracaso del darse de esa otra realidad que parecía «dada». ¿Y cómo no hablar de destino, si el acto de desaparecer del actor viene a convertirse en la imposición de una realidad verdaderamente «dada» a la que el espectador no puede ya más sustraerse?
La melancolía y el duelo son los polos en esta transformación. Y habría que tener en cuenta las observaciones de Freud[3] aquí: el duelo es la consecuencia de una experiencia dolorosa por la pérdida irremediable del ser amado (o su equivalente ideológico), de la que el sujeto sale por medio de una superación paulatina que incorpora la pérdida al equilibrio preexistente, restableciendo un orden. Ese orden es el respeto a la realidad, la que se reafirma en la aceptación de la pérdida como definitiva. Con la melancolía la situación es similar en lo que se refiere a las consecuencias de una pérdida, con su consiguiente estado luctuoso y de desapego a un mundo exterior que insensiblemente sigue su curso, pero el sujeto no consigue superar este dolor, e incluso, parece no tener interés en ello: el orden es irreconstituible. El padecimiento de la melancolía se caracteriza, según Freud, en que el sujeto parece reconocer claramente quién se ha perdido, pero no consigue explicarse qué se ha perdido con él.
La diferencia psicológica fundamental de Freud está en que en el padecimiento del duelo no hay una perturbación del amor propio, como sí tiene lugar en la melancolía. El melancólico suele mostrar desprecio por sí mismo, criticarse duramente, considerarse merecedor del rechazo de los demás. El proceso del duelo freudiano es capaz de trasladar muy gradualmente los lazos libidinales con el ser perdido a otras muchas formas de su presencia (recuerdos, otros objetos, etc.) hasta que el dolor de la perdida es atenuado y los afectos quedan disponibles para ser nuevamente otorgados. El proceso de la melancolía, en cambio, posiblemente porque la pérdida originaria no necesariamente se corresponde con la muerte del ser amado, retrotrae los afectos sobre sí mismo de un modo típicamente narcisista. Y esa indeterminación de lo perdido que es propia de su padecimiento tendría como equivalencia afectiva la recuperación intacta de toda la carga amorosa puesta sobre el otro que se devuelve sobre sí mismo por no haber sido apreciada adecuadamente por el objeto amado, y junto a esa carga amorosa, el despecho y resentimiento (Freud menciona como ejemplo el caso de la amante desengañada). “Trábanse así en la melancolía infinitos combates aislados en derredor del objeto, combates en los que el odio y el amor luchan entre sí; el primero, para desligar a la libido del objeto, y el segundo para evitarlo”[4]. Pues para Freud hay aquí ocasión para exponer su tesis de la ambivalencia de las relaciones amorosas, que son hacia otro a la vez que al sí propio, y que en este caso parece tener la forma de un colapso. “Cuando el amor al objeto, amor que ha de ser conservado, no obstante el abandono del objeto, llega a refugiarse en la identificación narcisista, recae el odio sobre este objeto sustitutivo, calumniándolo, humillándolo, haciéndole sufrir y encontrando en este sufrimiento una satisfacción sádica. El tormento, indudablemente placentero que el melancólico se infringe a sí mismo significa, análogamente a los fenómenos correlativos de las neurosis obsesivas, la satisfacción de tendencias sádicas y de odio, orientadas hacia un objeto, pero retrotraídas al yo del propio sujeto... En ambas afecciones suele el enfermo conseguir por el camino indirecto del autocastigo su venganza de los objetos primitivos y atormentar a los que ama, por medio de la enfermedad, después de haberse refugiado en ésta para no tener que mostrarle directamente su hostilidad”[5]. La evolución de la depresión melancólica hacia el suicidio, por ejemplo, revela el deseo ambivalente de ese enfermizo autocastigo.
Tal vez esta figura freudiana del amor a sí mismo que se esconde en la melancolía, pueda también ser pensada en términos sociales y colectivos, sin extrapolar demasiado el alcance de la psicología individual. La hipótesis de la melancolía social tendría entonces, como su consecuencia inmediata, la inestabilidad propiamente revolucionaria, en el sentido en que una parte del yo social emprende la crítica y el castigo sobre otra parte de sí mismo, y desea hacerlo de un modo que ambas partes resulten «castigadas» y enfrentadas a una inestabilidad irrecuperable en los términos del viejo orden. La discontinuidad de la realidad (la opresión del régimen imperante, la desconfianza en las garantías del orden social, la falta de probidad de las autoridades y líderes, la ineficacia y corrupción de las instituciones, etc.), tal como ella se comprende bajo los antiguos términos, y precisamente por la transformación de éstos en antiguos, es la inestabilidad decisiva en el momento revolucionario. Sin embargo, la violencia avasalladora con que una posición revolucionaria termina imponiéndose sobre la otra nada tiene que ver con el violentamiento interno (éste sí de naturaleza psicológica) de los individuos de una sociedad que asumen que las posiciones, los valores y el significado de su historia están en peligro de desmoronarse o ya se encuentran irremediablemente menoscabados. Ese cuestionamiento interno, anterior a la violencia revolucionaria, pero ya intrínsecamente violento en relación a los fundamentos internos y estabilidades de cada sujeto, es una auténtica crisis de melancolía.

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Pero el análisis freudiano orientado psicológicamente limita la interpretación del conflicto a una pura agonía donde el duelo y la melancolía son tenidos como polos en la oposición salud enfermedad. Es necesario, en cambio, si se quiere ver con mayor profundidad, especialmente en el plano social, tomar en cuenta su giro hacia la estética, es decir hacia una agonística.
Si la desaparición del sujeto que dice no estar «ni ahí» es vista como un deseo de desaparecer, o sea, patológicamente, como un mero suicidio, «los otros» podrán recuperar el equilibrio de la pérdida asumiendo la tragedia en una operación de duelo. El suicidio, en términos sociales, no significa necesariamente la muerte de un individuo. La sociedad es capaz de determinar muchas formas para el suicidio donde la pérdida equivale a la incompatibilidad con la normalidad de la vida social. Los crímenes y las prisiones, la locura y los sanatorios mentales, la indecencia y la censura, la autodeterminación y la educación cívica, son algunas de las formas de pérdida y sepultación en las que ya ha insistido elocuentemente Foucault; y la figura freudiana del duelo como «respeto a la realidad» resulta imprescindible para comprender la aceptación colectiva de la racionalidad y conveniencia de las «jugadas» de poder y autoridad que el bien común ejerce sobre sus «beneficiados». De este modo la sociedad procesa saludablemente la pérdida de uno de sus miembros y restituye la «realidad» de su integridad. Si la pérdida genera duelo se salva la realidad y se la honra.
En cambio el arte de la desaparición estética busca inducir la transformación del duelo social de los otros en melancolía. Por medio de una maniobra subversiva e indefiniblemente indisciplinada para los demás (la desaparición en medio de la escena es una metafórica de esa maniobra), la posibilidad de «realidad» es la que queda perturbada: imposibilita la realidad «como estaba». Para nosotros la operación reconstitutiva del duelo es aquella que es capaz de conservar la realidad de lo real de tal modo que se evite su ruptura. La operación de la melancolía, en cambio, efectúa un trastorno sobre lo real de la realidad, de modo que esta última sólo sea posible como una estimación estética. La conversión de una certeza lógica e indiscutible en otra estética y estimada, es, si no lo revolucionario propiamente tal, el territorio fértil para una.
La estrategia estética en la jugada de la desaparición consistiría en provocar las siguientes perturbaciones en los otros. Primero, la experiencia (aunque no necesariamente el descubrimiento y la toma de conciencia) de un apego de carácter afectivo con el desapariciente (o su grupo social), que se manifiesta en la necesidad de reacomodar, y no de extirpar de sí, los lazos que quedan en evidencia (por ejemplo, la condena al prójimo es reemplazada por la tolerancia y la compasión). Estas ligaduras son afectivas porque es ahí donde el comportamiento del desapariciente altera la estructura de autocomprensión del sujeto que recibe la jugada: por un lado, los criterios de lo verdadero (especialmente la verdad moral del sujeto) que le servían de base deben ahora ablandarse, o sea, si el amor al prójimo debe ejercerse como a sí mismo, hay que alterar el «sí mismo» para tolerar al otro; y por otro lado, la experiencia en sí de ser el otro de la relación, como un efecto novedoso, o a lo menos no esperado en su consecuencia de descubrirse desafiado por una jugada, y que esa jugada ha consistido en nuestra propia erradicación del mundo del sujeto que desaparece. La caridad es una experiencia de este tipo pues, a diferencia de la limosna, exige un involucramiento afectivo del sujeto que la profesa.
Segundo, el extrañamiento de lo perdido. Siguiendo la observación freudiana, no será el desapariciente mismo lo que se extrañe sino lo que se ha perdido con él, no obstante la dificultad de precisar qué sea. En este caso también la autocomprensión del sujeto es lo puesto en crisis. Pero ahora la caridad, que es el afecto ambivalente por el otro y por sí mismo, es imposible porque la imagen de sí mismo se queda sin reflejo en el prójimo. Y extrañamente aquí también, es el otro, el desapariciente, el que en su negarse a ser espejo para nuestra imagen nos la devuelve inservible. Esto no por una falla en el espejo o en la imagen, sino por un abandono unilateral del juego de las reflexiones que insospechadamente hemos estado jugando. Tal vez sólo en este punto es cuando la caridad surge auténticamente, y lo hace como una intensificación de su rendimiento afectivo negativo (del que la limosna es sólo el primerísimo paso), que se inicia con un desapego y abandono de un nosotros mismos que ha fracasado pero que, a cambio, nos rescata en el mismo ejercicio de nuestra práctica habitual de cuidar del sí propio. Cuando la caridad es lo único a lo que podemos echar mano para salvarnos de la pérdida, entonces ya lo hemos perdido todo salvo a aquel que puede recibirla.

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Y para el desapariciente, qué. ¿La oportunidad del heroísmo trágico, del reconocimiento reivindicativo, de la reinserción en una sociedad que empezó por negársele, recriminándolo, criticándolo, exigiéndole la sumisión? ¿O es el lugar? ¿Es que es ésta una disputa por el puesto y el control del lugar? ¿Hay verdaderamente en este no-estar-ni-ahí una disputa? ¿O tal vez, lo contrario, una renuncia a toda disputa y a todo «poder ser» dentro del espacio de posibilidades de la sociedad?
Y para el ahí; qué. ¿Es legítimo creer que la desaparición revela algún literal deseo psicológico del sujeto que declara su no ubicuidad en el mundo? ¿Cuál, entonces, la diferencia con el suicidio? ¿O es el «ni ahí» una auténtica declaración de residencia, de posesión de un espacio propio ocupado ya siempre y que ahora, más que defendérsele, puede hacérsele aparecer? ¿No habrá que pensar distinto frente a estos antilugares, antiguas comarcas del solipsismo que antes nos han parecido desdeñables y socialmente reprochables por su marginación, y reconocerles una ventaja, una confortabilidad? ¿No constituirán éstos un contexto socialmente eludido que ahora comienza a añorarse? Entonces, ¿será legítimo ver en el no-estar-ni-ahí un acto agresivo de rebeldía peligrosa, y no ver que, por el contrario, hay en él un gesto amable? ¿Una advertencia amable y pacífica? ¿Podrá ser, entonces, que el desapariciente no quiera desaparecer, sino hacer a los otros desaparecer como él lo ha hecho, en un mundo de no lugares, de soledades cómplices, de un anonimato permisivo, liberador? ¿Una afectuosidad del «dejar ser» donde se pueda mirar sin ver? ¿Donde el poder del hacer ver al otro que han querido para sí los tecnócratas, los sabios deterministas y los dominadores sin pudores, se termine? ¿Una afectuosidad factible para un grupo humano finalmente cohesionado por compresión, por la proximidad de la reducción del espacio de un mundo superpoblado, ultra comunicado, sincrónico, donde sea imprescindible cohabitar sin espacio y ahí recuperar para sí una nueva forma de vastedad?
¿Será pues, el desapariciente, un iluminado, y un iluminador tal vez, de esas vastedades no descubiertas? ¿Pero ilumina con esa luz de la que nos avisa Paul Virilio[6]; esa del tiempo real de las imágenes de vídeo que nos «alumbran» con sus cámaras instaladas en las estaciones de metro, en los supermercados, en las vitrinas, en las calles, para hacernos aparecer simultáneamente en remotos monitores, oficinas de seguridad y salas de control, en las pantallas de medios de comunicación y redes de computadoras interactivas y live cameras de la World Wide Web, en las que nuestra imagen se difunde a todos, incluso los no presentes, y que a nosotros nos hace «presentes» tal como nos ven los presentes? ¿O habrá que creer que el desapariciente es aún más hábil pues es capaz de procurarse una suerte de oscuridad que rinda más que la intimidad degradada? ¿Un auténtico capital de privacidad listo para ser otorgado libremente en el mundo globalizado? ¿Una sabiduría popular; una destreza de supervivientes; una habilidad étnica de la modernidad; una cultura intensamente moderna y una fuerza civilizatoria oponible a tanta deslumbrante claridad deshumanizadora?

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Una etnología del «no ahí», es decir, aquella que pueda interpretar las condiciones de representación en la que los actores desean desaparecer visiblemente, debe tener en cuenta al «no lugar» de la sobremodernidad. Estas condiciones serán tanto psicológicas como estéticas, pues en ellas se entrelazan lo inevitable y lo que se padece como concreta actualidad, con aquello que pueda promisoriamente conciliar sensatez y esperanza.
Marc Augé define la sobremodernidad como “el anverso positivo de una pieza cuyo reverso negativo sería la posmodernidad”[7]. La modalidad esencial de la sobremodernidad —de ahí su nombre—, es el exceso, y las tres figuras distintivas del exceso sobremoderno son, según Augé, el exceso de acontecimientos, el exceso de espacio y la individuación de las referencias. Si con la posmodernidad sobreviene una actitud desencantada y negativa frente a la legitimidad de las certezas —actitud renovadamente «realista» ante las siempre falsables formas de la legitimación de los saberes, como lo ha presentado Lyotard; saberes que, modernamente, han querido sustentarse en la autonomía de la razón, la que a su vez es cada vez más consciente de su heteronomía—, la sobremodernidad es, en cambio, desenfadadamente moderna y positiva.
Las dos primeras figuras del exceso de Augé dan cuenta de este esfuerzo de positividad. El exceso de acontecimientos es el resultado de un deseo historicista, tipificable como moderno, que quiere comprender y dar sentido, no sólo al acontecimiento local y reciente, sino que quiere hacerlo en relación a todo el conjunto universal de acontecimientos. El problema radica en que ese deseo de síntesis debe realizarse ahora en medio de la sobre abundancia de la información y las comunicaciones. “Desde el punto de vista de la sobremodernidad, la dificultad de pensar el tiempo se debe a la superabundancia de acontecimientos del mundo contemporáneo, no al derrumbe de una idea de progreso desde hace largo tiempo deteriorada, por lo menos bajo las formas caricaturescas que hacen particularmente fácil su denuncia. El problema de la historia inminente, de la historia que nos pisa los talones (casi inmanente en la vida cotidiana de cada uno), aparece como previo al del sentido o el sinsentido de la historia, pues es nuestra exigencia de comprender todo el presente lo que da como resultado nuestra dificultad para otorgar un sentido al pasado reciente: la demanda positiva de sentido (uno de cuyos aspectos esenciales es sin duda el ideal democrático), que se manifiesta en los individuos de las sociedades contemporáneas, puede explicar paradójicamente los fenómenos que son a veces interpretados como los signos de una crisis de sentido y, por ejemplo, las decepciones de todos los desengañados de la Tierra: desengañados del socialismo, desengañados del liberalismo y, muy pronto, desengañados del poscomunismo”[8].
La decepción a la que alude aquí Augé, sería entonces el corolario de una interpretación equivocada (la posmoderna), o tal vez sólo demasiado simple, porque asume, incorrectamente, una circunstancia excesivamente moderna como si se tratara de una simple modernidad. Quizá sólo la tesis condenada a desaparecer sea la de la síntesis, es decir, la de una ciencia de la totalidad de la historia (y también de una etnología global), pero permanezca intacta la terca voluntad de ordenar lo inordenable aunque de momento tengamos que reconocer (en esto, posmodernamente) la imposibilidad de la tarea, y tengamos entonces que renunciar al viejo estatuto de la «posibilidad» para encontrar otro en qué apoyar esa voluntad (en esto, sobremodernamente).
La segunda figura, la superabundancia de espacio, que para Augé es la consecuencia paradójica de ese otro “achicamiento del planeta” que es la globalización, “funciona como un engaño, pero un engaño cuyo manipulador sería muy difícil de identificar. Constituye en gran parte un sustituto de los universos que la etnología ha hecho suyos tradicionalmente. De estos universos, en gran medida ficticios, se podría decir que son esencialmente universos de reconocimiento. Lo propio de los universos simbólicos es constituir para los hombres que los han recibido como herencia un medio de reconocimiento más que de conocimiento: universo cerrado donde todo constituye signo, conjuntos de códigos que algunos saben utilizar y cuya clave poseen, pero cuya existencia todos admiten, totalidades parcialmente ficticias pero efectivas, cosmologías que podrían pensarse concebidas para ser las delicias de los etnólogos”. Para Augé, el etnólogo cae en la trampa confundiendo sus fantasías con las de los nativos que quiere representar. Pues sólo es el espacio ampliado tecnológicamente el que se conjura con la idea de una globalización. Esta, como constructo simbólico y ordenador, pertenece a una hipotética etnología de lo grande. Empero en esta operación el etnólogo no da suficiente significación a la aparición de los «no lugares». “Si un lugar puede definirse como lugar de identidad, relacional e histórico, un espacio que no puede definirse ni como espacio de identidad ni como espacio relacional ni como histórico, definirá un no lugar”. Aquellos espacios, definidos por la velocidad y la eficacia del transporte, del intercambio de los bienes y de las personas permanentemente de paso son, en los ejemplos de Augé, los aeropuertos, las autopistas, los grandes centros comerciales. En Chile la publicidad suele llamar irónicamente plazas a estos centros (malles, para emplear el idioma de la globalización) que están diseñados para procesar con velocidad los flujos de personas (y extraerles la mayor cantidad de dinero) ofreciéndoles, contradictoriamente, diferentes puntos de detención sólo transitoria («patios» de comida rápida, halles centrales con insulsos eventos para ser contemplados al pasar, conglomerados de cines rotativos, y gigantescos edificios de estacionamientos donde ingresar subterráneamente sin traumáticos embotamientos). Sin embargo estos «no lugares» del exceso y del anonimato son diferentes de otros no lugares de la complejidad del espacio urbano, que podríamos llamar naturales, y por los que inesquivablemente se pasa: una importante cuota de eficacia seductora les asegura público. A estos no lugares se va; a la prestación funcional que ellos brindan como centros de comercio se suma otra más sutil que les confiere un significado nuevo y estético. A estos no-lugares asistimos para ejercer sin restricciones ni temores el extraño arte de ser peatón y pasajero. Ese arte es el de desaparecer, y no sólo hay vocación para ello en los 90, sino también una creciente configuración de la ocasión.

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La tercera figura de Augé es la individuación de las referencias. Como una respuesta positiva de la autonomía de la razón, el sujeto supermoderno siente la historia del mundo incorporada a la suya propia. Los acontecimientos del mundo llegan hasta el mundo íntimo y existencial, si no en el grado de una auténtica experiencia de sufrimiento, al menos en el grado de un desafío a tener opinión por arte de un sostenido mecanismo que dificulta la inocencia. En el contexto del exceso, la inocencia es un alegato muy difícil, especialmente en las condiciones que establecen los medios de difusión masivos y las infinitas formas de la inventiva publicitaria, que sistemáticamente se arrogan la interpretación de una «opinión pública», o de un «people meter», o de una «voluntad popular», o de unas aspiraciones-del-ciudadano-que-desea-vivir-en-paz-y-en-orden, como si trataran siempre con una intelectualidad rudimentaria «que es necesario educar». Hoy es virtualmente imposible no pertenecer a alguna forma de interpretación utilizable por otros.
Pero, señala Augé, el sujeto contemporáneo experimenta también el exceso de su propia longevidad. De algún modo el sobremoderno se siente cortando transversalmente la Historia. Las generaciones en una familia o grupo social se superponen y coexisten por mucho tiempo, de tal modo que las opiniones oficiales sobre el pasado no tienen demasiada oportunidad de convertirse en definitivas, en universales e inequívocas. Siempre estará a mano el testimonio directo de los contemporáneos de los hechos pasados que abarcan la extensión de todo el siglo, y con ello la posibilidad de la refutación, y de la construcción de un fundamento propio. Las referencias históricas son las propias experiencias de las familias sobremodernas. Luego, no sólo la importancia sino la mera posibilidad de una Historia se desvanece entre tantos relatores. Pero, paradójicamente, cada cual puede ser el válido portador de la verdadera; lo que en vez de contribuir a su desencantada disolución posmoderna, la recupera, aunque de un modo extraño, pues con este agrandamiento de la petite histoire, de su valor científico sólo sobrevive su aspecto estético.

8

No puede dejarse pasar aquí el trastrocamiento de la narración que le ha devuelto un rol más significativo en la sobremodernidad que aquel que perdió casi definitivamente en la modernidad positivista. Se deben recordar las advertencias de Walter Benjamin en el sentido de que la información periodística —con su carácter instantáneo no obstante las distancias, y siempre verificable— empobreció el relato fundado en la experiencia de vida al punto que disolvió totalmente su contenido de sabiduría y vivencia real[9]. En buena medida esta posibilidad de relato de primera mano de la historia reciente al interior de las familias ha venido a revalidar aquel céfiro de autenticidad experiencial de la narración. Pero aquí parece invertirse la crisis vista por Benjamin para dar lugar a un reacomodo en un nivel más complejo: junto con la revalidación de la narración se revalida también la mentira. No es que en el exceso sobremoderno de la información la mentira estuviera ausente; más bien ella deja de afectarnos como tal. Se trata ahora de la crisis de la verificabilidad. Acrecentada por la rapidez con que las noticias y los datos viajan por el mundo, ha terminado por aniquilar su propio servicio de confiabilidad: si los desmentidos son tan veloces y noticiosos como las calumnias y las falsedades, la información y la desinformación son asunto indeterminable. En la superabundancia de los datos no hay oportunidad para la mentira como tampoco la hay para la verdad, pero ello en el sentido de que el relato periodístico se justifica en el momento actual y sin retardos. El sujeto sobremoderno, entonces, se ha acostumbrado a dudar como primera respuesta. La mentira periodística, pública, política, es débil, neutralizable, refutable, empero seductora, perdonable y reintentable. La contrapartida de este fenómeno es aquella de las referencias individuales. Con ella se ha rescatado el tiempo necesario para detenerse en la narración, para concluir de la experiencia directa, para ver «en carne propia» los efectos de los hechos, y por ende se reanuda todavía la combatividad de la verdad y la mentira, en oposición a su coexistencia debilitada. Pero sería ingenuo creer que en ello también se supera la necesidad moderna de verificación. Si la credibilidad de los relatos familiares y de las propias conclusiones contribuyen a un fortalecimiento de las certezas autosustentadas del sujeto sobremoderno, esto de ningún modo le hace menos vulnerable a la mentira auténtica que amenaza allí precisamente. La mentira en la individuación de las referencias es devastadora. Tal vez, entonces, la respuesta estrictamente consecuente y psicológicamente sana sea aquella de la desaparición. Desapareciendo se conserva intacto el espíritu individualista y crítico del sujeto autoreferenciado; se ejerce plenamente la combatividad derivada de una necesidad existencial de verdad y mentira.

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En entrevista concedida a un periódico argentino en 1997 [10] Jean Baudrillard observa agudamente que el comportamiento políticamente apático de los 90 apunta más a una cuestión de forma que de fondo. Según él, no es que la gente no desee participar; lo que quiere es no verse representada, pues un principio de indeterminación redefine la participación social de la época. Esta observación pone la cuestión en relación con el modo de establecimiento de un vínculo contractual. Aquel sólo podrá tener lugar a condición de ser disoluble en cualquier momento. Pero, más que afectar el compromiso de las partes en el lazo, esta condición apunta a la extensión temporal de su existencia.
La cuestión de la duración ha sido la base del comercio, el que, desde sus orígenes en el trueque, tiene la particularidad de constituir el vínculo contractual más efímero. Parece esencial a una buena transacción la disolución inmediata de la relación, no obstante la también necesaria disponibilidad de las partes a repetirla. Es la base de todo mercado. Pero tal vez lo más significativo para nuestro caso es la no-obligatoriedad de la repetición, por ende, el cliente es por naturaleza un ente efímero, abstracto, indeterminable salvo estadísticamente. A esta indeterminabilidad, según la percepción del «vendedor», se la ha querido superar a través de la ampliación sin límites del mercado a todas las esferas de la vida social por medio de las técnicas capitalistas: conformación de un mercado libre por la vía de la publicidad más extensa posible de la oferta, incansable inventiva en la creación de necesidades, máxima accesibilidad a los puntos de transacción y mínima acción de las fronteras y restricciones tributarias, calidad de la producción, garantías y servicios de posventa limitados convenientemente a estas estrategias. Pese a ello, el mercado, desde el punto de vista de la duración, es esencialmente desleal para ambas partes, y se mantiene fiel a la premisa de no representar a nadie. Si extrajéramos de la relación comercial todos los principios que le son propios a la economía y la sociología, el elemento imprescindible es el aspecto de lo pasajero.
Con la ampliación de los límites de acción de las técnicas capitalistas también la actividad política ha terminado por caracterizarse de una manera afín. La democracia, en los términos actuales de su ejercicio, parece más efectiva como canalización viable de lo pasajero que una fórmula para asegurar la representatividad equilibrada de las fuerzas y los intereses de los pueblos. La democracia debe articular socialmente no tanto las diferentes opiniones entre las personas como el cambio de ellas en las personas mismas. En este nuevo sentido parece seguro su fortalecimiento como sistema político, si se aparta de ella cualquier idealización metafísica sobre la verdad o cualquier fantasía helénica sobre la calidad de lo social, y se la deja libre como oportunidad viable de disidencia. La versión democrática chilena de esta contractualidad de la participación —quizá como respuesta posdictatorial, desencantada del rápido abandono de todos los postulados de la oferta eleccionaria que no son compatibles con la mercadotecnia y el crecimiento de los capitales (igualdad, derechos humanos, reivindicaciones sociales y étnicas)— ya no puede vérsela como una mera asociación para la transacción de tensiones de poder y responsabilidades (imagen imprescindible para la carrera política), sino como el ejercicio (y única oportunidad segura) del derecho a ser visto en la escena, que en su versión política es el derecho a ser contabilizado. Contabilizado pero no contado, es decir, estimado indeterministamente.
La experiencia de las últimas elecciones presidenciales chilenas del siglo XX, merecen ser interpretadas según la efectividad del arte de la desaparición. Esta interpretación (y precisamente ahí radica su valor y utilidad en la condición de la sobremodernidad) no quiere ser científica sino especulativa, estimadora, de un cálculo instantáneo del signo para ahora, y con ella abrir sus márgenes a una agonística del tiempo presente, más auténticamente histórica por menos teórica; en otras palabras, a ser una experiencia política más individual y con ello más cercana a la praxis estética.
Al acabarse los interminables años de la dictadura la polarización del país obtuvo su más deslumbrante certificado con el resultado del plebiscito de 1988. Este rutilante primer escrutinio de fisonomía democrática fue, sobremodernamente —y no por efectuarse dentro de la dictadura—, la menos democrática de todas las siguientes consultas populares. O «sí» o «no» como consulta, dio como resultado una máxima representatividad, empero una equívoca localización política[11] (43% para el «Sí» continuista a Pinochet, 54% para el «No»[12]). El capital político de representatividad social expresado en unos porcentajes bien administrables encandilaron tan profundamente las certezas de la oposición a la dictadura que se ha hablado hasta los últimos días del siglo —y precisamente ahora, no sin nostalgia— de «las fuerzas del No». Pero ya la primera elección presidencial de 1989 adelantó un elemento de indeterminabilidad disolvente en estas fuerzas. La disputa, esta vez entre tres candidatos, dio para el representante de la Concertación de Partidos por la Democracia, un 55,17%; superior a lo obtenido en el plebiscito. La derecha en cambio se vio disminuida a un 29,40%. La diferencia (15,43% de los votos) fue a parar, aparentemente, en las manos de la humorística y alternativa Unión de Centro Centro (UCC). De acuerdo a las hipótesis deterministas, la derecha sin Pinochet se desmembraba. Sin embargo, tanto votos del «No» como del «Sí» se trasladaron a esta posición indeterminada del centro-centro[13]. ¿Cómo entonces el simultáneo aumento de las «fuerzas del No»? Tal vez había menos en juego que en el plebiscito. Tal vez un período presidencial de sólo cuatro años era un riesgo insignificante luego de un mandato de dieciséis. Tal vez la campaña del terror (caos y desorden social) no asustó a sus pregoneros, o esta no era verosímil frente a la personalidad del candidato concertacionista. Pero, tal vez, era la chance de ser independiente, que se daba, democráticamente, por primera vez; y muchos no quisieron evitar su seductor influjo de indeterminismo, precisamente en aquel momento en que era más visible la desaparición de la escena.
Prueba de ello parece ser la votación de la elección de 1993, en la que el candidato de la Concertación obtiene el 57,98% de los votos, mientras que el candidato de la derecha «tradicional» sólo el 24,41%. En esta elección la oportunidad de la disidencia es todavía mayor: José Piñera, candidato «independiente» de la derecha, obtiene más votos (6,18%) que los perdidos por la otra derecha, con respecto a la elección anterior; y en cambio los candidatos Max Neef (5,55%, independiente de centro izquierda), Reitze (1,17%, humanista) y Poblete (4,7%, comunista) sumaron un 11,42%. Si puede suponerse que ese anterior quince por ciento de la UCC (esta vez ausente como partido independiente) es el que se repartió en los candidatos de baja votación, entonces es necesario observar que ese tanto creció a 17,6%, y aún así Eduardo Frei aumentó las preferencias a favor de la Concertación en casi 3%. El resultado es lógico desde la positivista perspectiva de la representatividad: el país se divide entre dos lealtades, con un sector de tibios indecisos que crece aunque sin espectativas reales de ser gobierno. Pero, ¿abandonó preferentemente a la derecha del «Sí» y se convirtió ese once por ciento a un «No» blando y disidente? ¿Cómo entonces explicar el 4,7% comunista? ¿O es que ocurrió al revés, y salió todo del lado concertacionista? Luego, con Frei como candidato, la Concertación recogió más de la derecha tradicional que de sus rebeldes simpatizantes.
Los resultados de la primera vuelta de la elección de 1999 permiten confundir mejor la «claridad» de las cosas. Las dos lealtades originales están nítidamente representadas: la derecha de Joaquín Lavín (47,52%), la Concertación de Ricardo Lagos (47,96%) ahora sin sospechas de votos derechistas migratorios. Pero el empobrecimiento de las candidaturas «alternativas», Marín (3,19%, comunista), Larraín (0,44%, ecologista), Hirsch (0,51%, humanista), Frei Bolivar (0,38%, falangista independiente y militarista), es dramático y sugerente. El resultado también es explicable desde la lógica de la representatividad: la derecha recogió lo suyo frente al peligro de una Concertación con candidato de izquierda allendista, a cuyo efecto también debe sumarse el natural desgaste de dos períodos de gobierno concertacionista (último argumento que tranquiliza el deseo de representatividad de los democrata-cristianos). Cabe recordar la reacción de la Concertación que, aceptando que su baja votación se debe a alguna forma de castigo político de sus auténticos partidarios, decide cambiar la despectiva figura de los «indecisos» y su desprecio por los «candidatos chicos», por otra campaña igualmente inmodesta de «educación» (especialmente del «rústico» y menos favorable voto femenino) sobre aquellos valores fundamentales que habrían aunado desde la dictadura a las fuerzas democráticas y libertarias. Según la tesis de la educación, el éxito político puede ser controlado y calculado como arte de mercaderes: mejor producto, mejor especificación de la oferta, mejor gestión personal de puerta a puerta; tecnología política. Asume la idea de una rusticidad intrínseca del pueblo accesible a través del consumo propagandístico, que es una realidad controlable porque constituye una necesidad y una agonía de los sujetos que aspiran a ser libres. Establece y anticipa, altaneramente, las condiciones de esas aspiraciones y se apresura a definir las satisfacciones, con el sólo propósito de transformar la libertad en una herramienta de sometimiento. Pero ese punto de vista es ciego a la contractualidad de la desaparición porque subestima la estrategia de la indeterminación. Por eso la campaña de la educación no analiza la hipótesis de que los votos que favorecieron a la derecha, vinieron de la misma Concertación y que, en cambio, los «indecisos» de las elecciones anteriores ya votaron esta vez por ellos. Tal escenario remece toda legitimidad, toda verificabilidad de la representatividad, toda estimación de fortaleza política.
En la segunda vuelta el candidato de la Concertación obtiene el 51,31% (48,69% para Lavín). Pero no puede sustraerse este triunfo a la similitud aritmética con el plebiscito aquel que dio tan espirituoso impulso a la coalición política. Tiene sin embargo un aire demasiado técnico y el dejo melancólico de una historia que se repite diferente. Las mismas premisas que inspiraron aquella silueta metafísica de las «fuerzas del No» (fuerza de la verdad y la libertad democrática del pueblo autodeterminado), otorgan ahora un aspecto tenebroso a la identidad de una mayoría que se mantiene numéricamente intacta. La legitimidad del discurso sobre la voluntad del pueblo se desvanece, para dar lugar a otro todavía incierto pero que ahora ha de tener cuidado de no disponer de una ciudadanía que no es más pragmática como más lúdica y disidente. Tal vez la mercadotecnia opere no sólo sobre el producto y el comprador, sino también sobre el político que, transformado de productor en vendedor, debe resignarse a no poseer sino casualmente el discurso adecuado, sin saber en qué consiste esa adecuación. Paradójicamente, su empobrecido caudillaje le advierte de la fatalidad de apartarse de ese discurso, pues la política de la representatividad debe convertirse en otra cosa para sobrevivir en la sobremodernidad de los no lugares ideológicos y teóricos. Discurso que ha de ser más praxis que práctica; menos teórico cuanto más teme por sí mismo. Porque no debe apartarse el político de su discurso sino acentuar su énfasis, pero en lugar de esperar un rendimiento de seducción, hará mejor en someterse a un destino de disensión. Mientras más consecuente, mejor se ofrece a la disensión y al desaparecimiento de su audiencia que desea volverle la espalda como gesto de máxima reciprocidad. Una mejor representación de sí mismo, como actor en el escenario de su propia vida de hombre público, en exhibición trágica frente a un público que quiere verle exagerar porque habita cómodamente en el no lugar de la asamblea popular.

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No cabe duda que una aspiración no declarada a la indeterminación ha jugado un rol muy seductor en esta democracia chilena posdictatorial. No en vano los partidos se disputan la representatividad de ese sector ambiguo con un discurso blando y oscilante («centro centro», «centro derecha», «socialismo moderado» y otras prudentes hibridaciones). Tal ambigüedad parece más rendidora en una democracia de la desaparición, regida por una contractualidad de lo efímero. Pero también es su propia invalidación en el territorio de una política sobremoderna del exceso y de la individuación de las referencias. La participación política tiene pues la apariencia de un no-lugar en los tradicionales y obsoletos términos de una política de las posiciones, puesto que esas posiciones están reservadas sólo a los políticos que deseen exhibirlas. Así, la división en partidos y la sectorización de la opinión pública se hacen cada vez más inoperantes y los límites de la democracia se abren a dimensiones incalculables y eventualmente ingobernables en las figuras tradicionales del poder y del sometimiento, sin que ello necesariamente implique la imposibilidad del ordenamiento social.
Pero, si no es en la lógica del poder y la fuerza ¿con cuál otra imaginar ese ordenamiento? La seguridad de los no-lugares políticos no es completa. Es cierto que una contractualidad solitaria se establece voluntariamente en ellos. Contractualidad libre con el entorno, versus un lugar antropológico que me constituye y contiene (y que tanto favorece al poder), y que es una relación esencialmente subversiva y discontinua. Pero el costo de desaparecer es el desfondamiento de las certezas, que en términos sobremodernos habría que caracterizar como un exceso de libertad. El desfondamiento sobremoderno sobreviene paralelamente como una consecuencia inoportuna y negativa, que nos entrega a la ley del todo vale. Sin embargo esto mismo establece una peligrosidad, y si existe una, entonces puede concebirse una diferencia con la pura anarquía. Políticamente el peligro se revierte si se consigue reaparecer, es decir, si el ahí donde se desaparece se mantiene a la mano. El populismo y su practica plebiscitaria, por ende, es enteramente favorable y benéfico al ejercicio seguro de la desaparición. Pero el desapariciente siempre puede decidir cómo aparece. Puede cambiar su voto; puede dejarse (a veces) convencer.
Mas es en relación con la combatividad de verdad y mentira que se desencadena por la reactivación del efecto de la mentira en las referencias individuales donde el orden puede encontrar su forma. La desaparición de aquella escena de la mentira blanda, de la promesa electoral y publicitaria, recupera una forma no violenta de combatividad y la satisfacción espiritual que antes ofrecían las causas políticas, aunque de una manera inaprovechable por la clase política. Es un nuevo espacio donde refundar la utopía, pero en vez de ser la violencia de las ideas quién le de curso insertándolo todo en la mecánica del poder, será la habilidad para contrarrestar su lógica por una efectiva vía de liberación de las ataduras dictaminadas por otros, haciéndolas pasar al servicio y al espectáculo estético del sistema que ellos mismos han creado. Desaparecer es un necesario reconocimiento a la seriedad de la mentira, y una reacción justa contra su opresión.

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La estética de la desaparición ofrece un umbral que parece abrirnos una forma de trascendencia a la modernidad y su cansada crítica posmoderna. La forma de no-lugar que tiene la no participación política tiene sentido positivo cuando se la ve inserta en el mundo experimentado como el escenario para esa desaparición. El escenario ya no es más una representación de la realidad que subordina nuestro respeto, sino una estimación sensible de ésta. La hipótesis de lugar se estetiza entonces, tan brutalmente, como el aparecimiento de un no-lugar. Todo se convierte así en escenario (efecto que es mayor cuanto más globalizado parezca el mundo), condición que es el resultado de un desbordamiento sobremoderno: desbordamiento del espacio, de lo significativo, de lo disponible, de lo accesible, pero también desbordamiento de la responsabilidad, desbordamiento de la conciencia y de la autonomía, y al punto, desbordamiento de la heteronomía que lo es de la impotencia. Pero en la elección estética de la desaparición se recobra un equilibrio al descubrirse la posibilidad del tránsito como una estabilidad trascendental. El lugar antropológico de la sobremodernidad es pues el definido temporalmente por ese tránsito cuando éste es la única ocupación espacial del no-lugar. A éste le es propio la hibridación, la multiplicidad, la simultaneidad, la indeterminación valórica, la dislocación, y sus habitantes nadan y respiran bien en él.
El «no estar ahí» es sobremoderno y no posmoderno. Es un reencuentro positivo con el sentido, aunque ese encuentro se exteriorice como un desprecio. Desprecio que es teatral, exhibitivo, estetizante. De ninguna manera trágico; antes, paródico.
Que los jóvenes chilenos sean los desaparicientes es esperanzador. No para nosotros, que debemos sucumbir con el giro que ellos nos dan. Es el tiempo de la estética y de la política de la estética. Que el tiempo sea sobremoderno es ya signo de nuestra incompetencia en él. Nos abruma lo que se hace incalculable con nuestros medios. Medios técnicos, fe técnica, discurso de empresarios modernizadores, de selectos grupos de emprendedores, de comités creativos, de políticos de la gobernabilidad y de los desarrollos sustentables, de sociólogos y futurólogos del comercio electrónico y de la Aldea Global, que a fin de cuentas no han hecho más que estirar excesivamente los límites y las metáforas clásicas de técnicas de modernización que han devenido adjetivos imponderables cuyo significado no comprendemos todavía. La sobremodernidad es pues esta misma modernidad de la modernización, pero definida en sus términos propios, actuales, sin promesas, impolitizable. Libres de todo esto los que no están ni ahí con estas cosas, porque residen en ese futuro que ya no vale la pena, ni sentido tiene, anticipar.

… /mientras el mundo se cae a pedazos / me gusta estar al lado del camino /me gusta sentirte a mi lado / me gusta estar al lado del camino / dormirte cada noche entre mis brazos / al lado del camino / es más entretenido y más barato / al lado del camino.

Fito Páez








[1] M. Heidegger; Ser y Tiempo, (Trad. J. E. Rivera) Ed. Universitaria, Santiago, 1997.
[2] F. Lyotard; La condición posmoderna. Ed. Cátedra S.A, Madrid, 1989.
[3] S. Freud; Duelo y melancolía. Obras completas. T. II. Ed Biblioteca Nueva, Madrid, 1996.
[4] S. Freud; Op. cit.
[5] S. Freud; Op. cit.
[6] P. Virilio; La luz indirecta en La inercia polar. Trama Edit., Madrid, 1999.
[7] M. Augé; Los no lugares. Espacios del anonimato. Ed. Gedisa S.A, Barcelona, 1992.
[8] Op. cit. pág. 36
[9] W. Benjamin; El narrador en Iluminaciones IV. Taurus, Buenos Aires, 1991.
[10] La Nación, 12-10-1997
[11] Al cerrarse los registros electorales en 1988, el 93,11% de la población en edad de votar estaba inscrita, sin embargo, menos del 5% figuraba en el registro los partidos políticos.
[12] J. R. Whelan; Desde las cenizas. Zig-Zag S.A., Santiago, 1993.
[13] El autor lo sabe bien.