lunes, diciembre 16, 2002

Peligrar y habitar

La arquitectura de índices benjaminianos



Mirando hacia atrás, pareciera que una misma cosa hecha queda dividida en dos: en la parte que es respuesta a nuestro propósito y la que lo es a nuestro despropósito. Porque cada cosa conscientemente ejecutada era por algo y para algo, resalta contra un resultado que es a la vez exitoso y fracasado. Como si con cuanto mejor logrado lo propuesto, resultara, por el contrario, más vulnerable la obra y más fortalecido aquello que la desacredita, que la hace débil, aquello que finalmente puede destruirla. Como si lo único efectivamente conseguido y permanente fuera el producto material de nuestro trabajo y no la prestación que le dio origen. Como si las obras estuvieran condenadas a la transitoriedad y no tuvieran más remedio que centrarse en sí mismas para perdurar en medio de una amenazante ineficacia.
No es ésta una observación emotiva. La emotividad ve sólo el resultado consistente con el propósito. En cambio, es crítica. A la mirada crítica no puede escapársele el panorama más amplio que incluye indivisiblemente, y con toda su fuerza, al despropósito. La mirada que sólo es conforme con el propósito es la metafísica, que es capaz de hacerse una idea del ser de la cosa. Se la hace sobre la base de ese mismo propósito que no sólo le sirve de punto de partida, sino, y sobre todo, de meta por alcanzar y de referente cualitativo. La otra, en cambio, la crítica, está vuelta hacia el despropósito; siempre presta a encontrarse con las dificultades y los fracasos que siguen acechantes no sobre sino junto a las obras. Por ello es justificado pensar que la atención al despropósito es todavía más genuinamente racionalista (y todavía más científica y moderna). Pero no es mera racionalidad. Para serlo tendría que ser también pura abstracción, y una característica esencial del despropósito es que implica una experiencia, es decir, un contacto de primera mano con las cosas. Esa experiencia la ha convencido y la ha templado; pero sin intervención de la lógica, sino como lección impartida a golpes. Por eso la atención al despropósito tiene, por sobre todas sus habilidades, la de reconocer la novedad. No sólo cuenta con ella sino que está dispuesta a afrontar que la novedad aparezca en el momento en que es más auténtica y agresiva: en el momento inoportuno, en el de la sorpresa, en el del descontrol. Ese es el momento que Walter Benjamin identifica con el verdadero instante histórico del presente, el del tiempo-ahora, el del peligro[1]. Pero el presente crítico—también en ello diferente del metafísico—reconoce al peligro no como lo peligroso en general, ante el cual aun es posible tomar una distancia segura para presenciar los efectos en el pellejo ajeno. La genuina atención al despropósito reconoce al peligro porque se trata del padecimiento propio en que le ha puesto la circunstancia de sentirse desfondado. En esa circunstancia no cabe más que mirar de frente al peligro. En la ausencia de todo referente cualitativo debe nadar por sí mismo, sin indicaciones exteriores, sin revelaciones. Y no porque esas revela­ciones no hayan existido antes; es tan sólo que ahora ya no están ahí como antes.
Lo logrado y fracasado guardan la relación freudiana de lo siniestro[2]: son una misma cosa que nos muestra lo no-familiar (Unheimlich) de lo familiar (Heimlich-heimisch).[3] Inmersa en el lenguaje la dualidad de lo íntimo y lo alienado, lo hogareño y lo excluyente, lo bienvenido y lo impertinente, se tienen entre sí, se dicen y se silencian uno al otro en oposiciones que no se excluyen en nuestras palabras. A ese giro siniestro puede llamársele propiamente desfondamiento[4].
Es de nuevo la heideggeriana cita del verso de Hölderlin: “En el peligro crece también lo que salva”, pero leída al modo de Benjamin, crece como “la brizna de paja a la que se aferra el que se ahoga”. El giro siniestro actúa en ambas direcciones, tanto en el momento en que lo superfluo se convierte en imprescindible en las circunstancias apremiantes, como en ese otro en que descubrimos que nuestra confianza se ha depositado incomprensiblemente en lo precario. Pues cuando eso que salva del peligro pierde su fiabilidad, y lo hace no como un péndulo que va y viene de una posición extrema a la otra, sino simultáneamente, manifestándose al mismo tiempo en una misma cosa, esa cosa se presenta como un peligro. Uno del tiempo-ahora, uno histórico, porque nunca la actualidad es tan patente como en el momento en que se muestra inevitable la cercanía que el peligro tiene con aquello que nos resguarda, porque por las misma «razones» que se está seguro en ella, se está también inseguro. La coexistencia de propósito y despropósito, que simultáneamente se da en una misma cosa, en que los opuestos en vez de excluirse se interpenetran, es su manifestación dialéctica. El peligro es eminentemente dialéctico, y lo que salva es su puesta en suspenso.

***

La arquitectura está siempre en esta condición. No la obra de arquitectura, sino el significado de la obra de arquitectura. No lo físico y concreto; no lo que protege del viento, la lluvia y el sol; no lo que es técnico en ella. Lo que tiene que ver con el habitar y no meramente con el perdurar es lo que siempre está en esta condición.
Algo que caracteriza al habitar es que es una situación en la que uno no puede ponerse: todo el tiempo se está en ella; no se elige la forma de experimentarla sino que, más bien, se la sufre. Del mismo modo es dable pensar que es característico de la auténtica actitud crítica (la que atiende al despropósito) el que no requiera un esfuerzo especial, sino, por el contrario, sea la más natural de todas. La más automática de todas; la más propia. La auténtica actitud crítica no requiere de una habilidad cultivada; se da simplemente. Esto no quiere decir que nuestras manifestaciones críticas tengan un valor universal ni que sean apreciables para todos, incluso, ni tan sólo que sean permanentemente valederas para nosotros mismos. Pero sí que, si han sido auténticamente críticas, es porque en su momento de autenticidad fueron valederas. La cuestión del valor que hoy nos parezca que tengan es lo que permite que podamos decir de ellas (y de lo que de ellas se originó) que fueron creativas o estúpidas, pero la creatividad y la estupidez son indiscernibles en el presente del peligro[5]. Si es en esa forma que la actitud crítica se da, entonces, lo que los juicios críticos hacen (y las manifestaciones de nuestras opiniones o la escucha de las opiniones de los otros) es agudizar nuestra actitud crítica auténtica al poner de relieve los otros significados de las cosas producidas. Otros significados que bien pueden ser contrarios a lo que quisimos de ellas. Así pues, para criticar no es necesario haber aprendido a criticar.
Tampoco podemos decir que el habitar requiera una habilidad cultivada, ni que de esta habilidad dependa la capacidad de considerar habitable un lugar. O que el habitar dependa del valor de habitabilidad de un lugar, porque el valor de inhabitabilidad que éste pueda tener también implica un darse del habitar. El habitar se da, simplemente.
¿Para qué entonces habríamos de necesitar la arquitectura? Desde luego no para perdurar solamente. Pero tampoco para habitar. Y sin embargo es con el habitar con lo que la obra, en tanto que arquitectura y no ingeniería, está relacionada. Si el habitar simplemente se da —en cualquier circunstancia, de antemano y desde siempre—, lo que la obra de arquitectura «produce» es una agudización del habitar; un agravamiento del habitar. El habitar agudizado alcanza el punto en que es posible meditar sobre él, y se nos convierte en concepto metafísico. Pero ver las cosas desde este punto de vista no contesta la pregunta anterior. Es necesario pensar críticamente en el propósito de hacer arquitectura, y ese tendría que ver con el habitar, pero no para lo que se nos da ya siempre y sin esfuerzo, sino en busca de algo que sea una carencia en ese mismo darse. Un propósito de carencia, que pueda ser reconocido también en los momentos más cotidianos, en los confortables incluso, y no sólo en las condiciones más apremiantes de desvalimiento. Un propósito de carencia que, facultado por la formulación metafísica surgida del agudizamiento, pueda, en cambio, abrir la posibilidad de una dialéctica de esa misma formulación y así «conectarse» con nuestra circunstancia presente con la misma fuerza que lo hace el peligro benjaminiano. Una noción metafísica que está en esa misma relación dialéctica con nosotros, tanto de plenitud como de ausencia, es el ser. El habitar puede ser pensado como una metáfora espacio-temporal del ser. Entonces, he aquí la posibilidad de perfilar el propósito y, al mismo tiempo, el despropósito de la arquitectura: Se construye para habitar y se construye porque se habita. Se trata de una tautología que no queda agotada en su circularidad. La tautología es una forma de enunciado, en este caso el enunciado dice se es para ser. Como enunciado debe empleárselo críticamente, para que se escuche el despropósito de lo que parece obvio y tautológico. El «se es para ser» que se formula en el enunciado del habitar menciona tres veces al ser, pues exige que no se descuide la palabra «se» en él. En el «se» se actualiza y vitaliza lo que se entiende en las otras dos formas de mencionar al ser. En el «se» se preexiste y se contradice esa preexistencia, y sin embargo su constitución tautológica trasciende hacia la significatividad. En el «se» el enunciado recibe un impulso, y sólo por ese impulso es que algo se transporta en él; pero también por ese impulso es que hay algo que se queda sin emprender el viaje. ¿No podrá ser que eso no enviado en el enunciado sea precisamente lo que se destila y se degusta con la acción de decir? Entonces más próximo que el propósito comunicativo de un enunciado, está el despropósito silencioso del mensaje que se revierte hacia su emisor y sólo fugazmente se le hace patente. Ese instante de comprensión «en negativo» es el ser mismo, el propio. En su fugacidad se sintetiza la temporalidad de la experiencia, y con ella la necesidad de su reiteración, del decir de nuevo, del volver a decir. De aquí puede deducirse que si el habitar es la metáfora espacio-temporal del ser, el construir de la arquitectura sea equivalente a una verbalización, o sea un envío equivalente al producido por esa facultad sonora del habla que en este caso, al no poder ser sonora equivale a una escritura en «lenguaje de cosas», y donde el propósito de lo producido no sea tanto el texto físicamente constituido, como la acción misma de escribirlo. Como escritura se diferencia de la de las palabras porque sus grafismos no son convenciones (salvo en los estilismos ornamentales), y si desde el punto de vista de la experiencia el texto no es más que un vehículo, la arquitectura no está limitada a las obras hechas —aunque ellas en tantas formas sean imprescindibles para nuestro perdurar y el del género artístico mismo— sino más bien a la experiencia de ellas; experiencia que es sensible como agravamiento de un estado permanente.
Todo pensamiento puramente arquitectónico —es decir desembarazado y despojado de móviles políticos, sociológicos, técnicos o meramente utilitarios— es antes que nada un violentamiento del habitar. El habitar «agudizado» es metafísico, ontológico, pero de una metafísica blanda, porque está escrita en el espacio-tiempo como la traza que deja el ser en su movimiento existencial. Heidegger tiene razón al afirmar que el construir es ya propiamente el habitar, pero no es el esperanzado “cuidar la tierra” la seña auténtica de que se cuida al propio ser, sino en la manera de un despropósito y de un fracaso es que la obra (en tanto que enunciado) es efectiva para ese ser. La efectividad de la obra será la de agudizar la propia experiencia de ser, y esa agudización es posible como un violentamiento del habitar. Si el pensamiento es reincidente sobre el ser no es extraño que también lo sea con el habitar, pero mientras que con el primero se ha procedido con la ontología, abstractamente, con el segundo se lo hace factualmente, con construcción. Así, toda innovación en materia de arquitectura es una nueva ontología.
Pero esta ontología no debe pretender una “competencia” con la otra ontología, con la metafísica. No obstante la solidez material de las obras de construcción, más bien se trata de una versión débil y pasajera de la ontología que se atiene a su más elemental interpretación etimológica: la arquitectura en su metafórico proyecto de habitabilidad se trata de un logos que es exclusivamente un decir sobre el ser, un atreverse a decir ahora, y no un enunciar para la permanencia; no un logos como sabiduría. En lo del «ahora» de este decir estaría lo que atañe al ser, al tiempo del ser presente y no a otro intemporal. Un logos así es equivalente al juicio crítico: un logos que es el decir de una época, y más temporalmente, de un momento dentro de una época. Tener esto presente a la hora de analizar una obra de arquitectura sería ser capaz de criticarla con legitimidad, porque no sólo se intentaría con ello revivir empáticamente el momento de su proyecto como lo hace la crítica convencional, sino también de poder sufrirla como usuario. De lo contrario, el análisis de las obras queda completamente obnubilado por el encandilamiento de lo plástico y la seducción de lo monumental.

***

El logos definido por lo efímero se conecta con la historia. Coincide con la idea de presente que Benjamin quiere como agente orientador del materialismo histórico: el presente que no se concibe abstractamente como la consecuencia del pasado en un decurso de hechos encadenados por la historiografía. No cabe para la auténtica historiografía un pasado muerto y hormigonado en las fundaciones del presente, sino uno peligrosamente cargado del momento actual. El auténtico hombre histórico del presente benjaminiano, o el historiador materialista, debe estar atento para hacer saltar los hechos pretéritos, en una explosión de significatividad. En la arena de esa significatividad ­—y sólo en ella—, es que se miden el presente y el pasado recíprocamente. Por eso el historiador benjaminiano debe estar vuelto hacia los despropósitos del pasado, pero no sólo como le bastan al sujeto crítico en la circunstancia de su presente, sino para efectuar con ellos un rescate. Tal rescate es en sí mismo una revolución que debe destruir esa ficticia concepción del presente que se tiene a sí mismo como sólidamente sustentado por los hechos pasados. Desmantelar esa coherencia causal que sólo es posible si se olvidan los fracasos o si se los justifica como necesarios para haber hecho posible el hoy que de ellos se deduce. “Tan fuerte como el impulso destructivo es, en la genuina historiografía, el impulso de salvación. ¿Pero de qué puede ser rescatado algo sido? No tanto del desprestigio y del desprecio en que ha caído, sino de un determinado modo de su transmisión. El modo en que se lo honra como «herencia» es más funesto de lo que podría ser su desaparición”[6].
Y sin embargo, ¿no queda necesitado ese rescate de la previa solidificación de ese pasado histórico del desprestigio y de la herencia? ¿No se hace necesario devolverse predispuesto hacia los llamados «hechos históricos» como para visitar una ruina, la ruina de esa «vigencia» de los conceptos, y poder constatar en su solidez la petrificación y la marca de la muerte, y sólo ahí poder encontrar la posibilidad de su demolición? ¿No constituye la solidez de su constitución la condición previa e imprescindible para su posterior debilitamiento? ¿No es todavía más artificiosa (en tanto que más esforzada) esta historiografía «genuina» que la que sólo ve causas y propósitos y vencedores? “A la exposición corriente de la historia le importa mucho la constitución de una continuidad. Atribuye valor a aquellos elementos de lo sido que ya han ingresado a su eficacia póstuma. Contrarios a ellos los sitios en que la tradición se interrumpe y, por tanto, sus puntas y escarpaduras, que obligan a detenerse a quien quiere pasar por sobre ellas”[7]. ¿Cómo no ignorar del todo la tradición para construir otra enteramente nueva y más coherente por incluir dócilmente lo que interrumpe a la antigua? ¿O cómo no sucumbir a la tradición allanándole el camino, fabricando sentido y coherencia para las puntas y escarpaduras de tal modo que pierdan su peligrosidad y se conviertan en ordenables y predecibles, geometrizadas como el laberinto de un jardín del Renacimiento?
Lo que Benjamin está haciendo es asumir el rol de Ariadna, facilitándonos el hilo que se va tendiendo para no extraviar el camino que nos puso dentro del laberinto. Sin embargo Benjamin no parece invitarnos a recorrer el laberinto hacia su interior como un Teseo para dar prueba de heroísmo. El hilo más bien reconoce que el viaje a su interior ha sido inesquivable, y que su significado en realidad tiene que ver con el carácter del retorno que se hará después, más que con una ventaja para el avance del valiente. La historiografía de la herencias y, en general, las concepciones de la metafísica, pueden tener dos caras que sólo son visibles si el hilo de Ariadna nos hace deshacer el mismo camino, y no encontrar otro nuevo. Gracias al hilo se verá que lo que en un sentido del camino se ha levantado peligrosamente para dar lugar al enfrentamiento heroico, en el sentido contrario está caído. Si lo que en un sentido es signo de fortaleza en el otro lo es de abatimiento. Esa, la fortaleza y la debilidad de la metafísica, es la dialéctica en la senda benjaminiana del laberinto: el hilo dialéctico de Ariadna. Los conceptos de «pasado» modelados con la razón y la lógica causa-efecto del evolucionismo darwinista (que en este sentido no se aparta un milímetro del lamarckismo), o la compilación del pasado de los vencedores que constituye la herencia, o la Historia Universal en cuyo texto «definitivo» se escribe y se enmienda cada día, o cualesquiera otras concepciones de lo verdadero y natural del hombre, quedan convertidas en artificio, en obra construida. Mas la temporalidad de la crítica que retorna por el hilo de Ariadna es capaz de ver en esos artificios ruinas impresionantes y monumentos de la humanidad siempre que escuche con caridad lo que en ellos fracasó. Es que la caridad es semejante al horror cuando se la considera desde el materialismo histórico, porque es el semblante indisimulable en el rostro del héroe obligado a devolverse por el mismo camino donde tuvo lugar su victoria. La caridad es la humanización de los héroes y no la limosna de los poderosos: si la segunda sólo alivia a los culpables redistribuyendo mezquinamente algo del triunfo, la primera quiere inútilmente revertir lo muerto. Angelus Novus, el ángel de la historia de Benjamin es un ángel que sufre con su incompetencia para la redención todo el dolor de la caridad.
Hay en todo esto una equivalencia instrumental entre arquitectura y metafísica que se muestra como necesaria si habitar y criticar son pensados como «signos vitales» del ser. Se trata de la vinculación que los conceptos construidos de la metafísica tienen con el ser, si ella, la metafísica, es vista como un violentamiento del ser. Por ejemplo, las «historiografías del progreso o de la causalidad» consistirán en un violentamiento de la historia del tiempo-ahora de Benjamin, de la misma forma como la arquitectura es violentamiento del aquí-ahora del habitar. Pensar la metafísica instrumentalmente como un producir con propósito de carencia es buscar con ella una afectación del ser. No del ser tematizado y ontológico (y metafísico), sino del ser capaz de ontología, es decir del ser para el cual la ontología pueda tener algún significado. A ese ser le vale pensar abstractamente sobre sí mismo porque en ese pensar se encuentra con las resistencias que el mismo hace a sus concepciones a la hora en que estas se ponen en práctica sobre sí mismo. En el padecimiento de esas resistencias experiencia un choque donde toca al verdadero «objeto» de su pensar, aunque elusivamente. (La axiología y la ética ¿no hacen finalmente eso?). Es pensando abstractamente sobre sí mismo cuando el sí mismo es interceptado; pero ello ocurrirá sólo si ese pensamiento hace comparecer, junto a su propósito, su despropósito, su falla. Y esta circunstancia dialéctica de fracaso y éxito se debe enteramente a la metafísica y la abstracción, pues será más aguda cuanto más intensa la abstracción. Dice Benjamin: “Ser dialéctico significa tener el viento de la historia en el velamen. Las velas son los conceptos. Pero no basta con disponer de las velas. El arte de izarlas es lo decisivo”[8]. Así, aunque vulgarmente se practica una crítica sobre la obra de arte, sobre la ocasión política, o sobre los valores sociales, sin verse involucrado en una circunstancia de peligrosidad personal sino con la distancia que permite concebir ese tipo de aproximaciones ejemplares (y ejemplificantes, piénsese en las metodologías científicas) que llamamos «objetividad», no puede ser posible que la otra crítica, la que no puede evitarse hacer cuando las cosas «objetivas» han alcanzado el punto de estar sobre nosotros, no termine por recobrar su primacía, contaminándolo todo de una «agradable» y autoafirmante subjetividad. Cuando ello ocurre el pensamiento adquiere una suerte de independencia de las indicaciones lógicas y un sentido de actualidad y propiedad se hace sentir en la forma de un yo que se manifiesta en sus juicios (el yo de un “Para mí, esto es así”). La experiencia de ser ¿no se trata entonces de esa discontinuidad y de esa interrupción que se hace visible como una ruptura en un decurso causal y lógico? Ese tacto elusivo del ser es lo que el materialismo histórico benjaminiano identifica como revolución[9]. Revolución que no es destrucción de lo anterior, sino un violento detenimiento que, más que impulsado por la intención y la voluntad, es caritativo, mesiánico. Mesianismo que tampoco es ese que cumple la promesa del historicismo y de la herencia, sino la contundente y personal presencia de un Mesías para cada uno, en lo de cada uno, con lo de cada uno. Ese mesianismo benjaminiano queda enteramente determinado por la circunstancia específica de la redención específica que efectúa, y carece de toda libertad para ser de otra forma que la que le ha tocado. Por ello la esperanza de la redención carece de toda libertad para predeterminarse (de igual manera que no puede predeterminarse lo que salva en el peligro) porque se redime de la propia vida que a cada individuo toca[10].
La misma experiencia dialéctica en la que el ser se toca a sí mismo cuando, por pensarse metafísicamente, este pensamiento hace patente su falla, se repite con el agudizamiento del habitar dentro de la arquitectura. La imagen metafísica (en este caso la arquitectura como imagen del habitar, al ser pensada la arquitectura desde la orientación de su propósito de servir a éste) es el ámbito necesario e imprescindible donde puede tener lugar una dialéctica del habitar. Por eso, lo arquitectónico debe ser reconocido como un agudizamiento de ese habitar que se da naturalmente y desde siempre, que se hace manifiesto por su violentamiento. Sin una metafísica del habitar no hay una experiencia del habitar. Del mismo modo, sin una metafísica del ser no puede explicitarse una experiencia del ser como lo ha hecho Heidegger. Del mismo modo, sin una metafísica de la historia —historiografía, continuidad y progresismo de la historia—no puede explicitarse una experiencia del materialismo histórico para la autenticidad del presente del tiempo-ahora de Benjamin. Pero la dependencia de la experiencia del habitar (como imagen dialéctica) para con la arquitectura (como imagen metafísica), está dada sólo en la arena de una dimensión temporal e histórica que atañe estrictamente a lo individual. En lo que sigue, una indicación de Benjamin sobre la imagen dialéctica expresa el modo en que lo arquitectónico establece con nosotros su vínculo: “Lo que diferencia a las imágenes de las «esencias» de la fenomenología es su índice histórico… Estas imágenes tienen que ser deslindadas completamente respecto de las categorías «histórico-espirituales», del así llamado hábito, del estilo, etc. Pues el índice histórico de las imágenes no sólo dice que pertenecen a un tiempo determinado; dice sobre todo que vienen a ser legibles en una época determinada. Y ese advenir «a la legibilidad» es un determinado punto crítico del movimiento en su interior. Cada presente está determinado por las imágenes que son sincrónicas con él: cada ahora es el ahora de una determinada cognosibilidad. En él, la verdad está cargada de tiempo a reventar. (Este reventar no es otra cosa que la muerte de la intentio, que coincide, entonces, con el nacimiento del genuino tiempo histórico, del tiempo de la verdad[11].) No es así que lo pasado arroje su luz sobre lo presente o lo presente sobre lo pasado, sino que es imagen aquello en lo cual lo sido comparece con el ahora, a la manera del relámpago, en una constelación. En otras palabras: la imagen es la dialéctica en suspenso. Pues mientras la relación del presente con el pasado es una puramente temporal, la de lo sido con el ahora es dialéctica: no de naturaleza temporal, sino imaginal. Sólo las imágenes dialécticas son genuinamente históricas, es decir: no arcaicas. La imagen leída, vale decir, la imagen en el ahora de la cognosibilidad, lleva en el grado más alto el sello del momento crítico, peligroso, que está en el fundamento de todo leer”[12].
La idea de verdad de Benjamin está emparentada con la habitabilidad porque la habitabilidad es la manera en que una edificación vale para cada uno. El valor se da en la forma y en la medida en que encontrar un lugar es un modo especial de detenimiento: el detenimiento del ser. Y como detenimiento es eminentemente histórico. La interpelación de lo arquitectónico —aunque en otra medida ya también la de la naturaleza— es una exigencia de lugar, de ubicuidad; por eso la experiencia de lo confortable y lo cómodo es una forma de detenimiento del tiempo más que un estado de permanencia en el tiempo; un cesar del movimiento: una «muerte transitoria» de todo lo que causa en nosotros una búsqueda de esa ubicuidad espacial que ocurre en el instante de la constitución de una imagen de esa ubicuidad que suspende la dialéctica. En el detenimiento de la confortabilidad la arquitectura se establece como verdad para el habitar, y lo toca en esa imagen de habitabilidad. Lo imaginado es el habitar mismo, metáfora significante del ser, que es, por un momento, continuidad con su darse simplemente. Pero resulta que esa imagen es perceptible por la discontinuidad que hace con el previo ser que en nosotros busca: en consecuencia se reanuda la dialéctica. Y en consecuencia se instala, en la misma confortabilidad, una nueva inconfortabilidad que la invalida. No se trata de una simple incomodidad, no es eso que tienen las sillas más cómodas que termina por lastimarnos; no es el reacomodarse con el cambio físico de la postura: se trata de la insatisfacción de la satisfacción (o sea el despropósito en el propósito), la rutina. Si entonces se piensa que esta discontinuidad no es tan sólo un defecto de lo confortable de la arquitectura (y por lo tanto teóricamente perfectible), sino que más bien se refleja en ella una propiedad del ser del hombre, vale decir, que el ser no es igualable a una permanencia ni a ninguna forma de ubicuidad sino más bien a un movimiento de imagen en imagen, de verdad en verdad, en un eterno relevarse de las maneras en que «se tuvo» a sí mismo, y cuya traza en el espacio es el habitar, los despropósitos serán la mejor prestación que brinden los conceptos al ser, porque le impulsan a desprenderse de la muerte de la ubicuidad. El ser se salva nihilistamente de la muerte. Así jamás la arquitectura satisface plenamente; o dicho de otro modo, mientras mejor lo hace más gravemente nos afecta con una peligrosidad de muerte; de la muerte de la movilidad del habitar.
Por eso toda obra arriesga la demolición, o su remodelación, o al menos su cambio de destino; y no sólo porque se la modifique o se la demuela finalmente, sino porque en la «potencialidad» de ser demolida reside su utilidad y su servicio al habitar. Servicio que es al habitar auténtico, al que se da simplemente, inevitablemente, cotidiana e insensiblemente, y no al habitar abstracto y tematizado en el proyecto o el estilo. Pero a esta capacidad de ser demolida la obra, debe pensársela dialécticamente, pues ella reside enteramente en la resistencia que hace su solidez, y no en la flexibilidad de su constitución material. Es quizá por esto que las ruinas son tan inspiradoras y las sepulturas tan tristes; como nada queda de lo que vivió en las primeras, todo está entregado al movimiento del ser; en las segundas, en cambio, este movimiento ha cesado en la más perfecta y definitiva ubicuidad.

***

La imagen de la habitabilidad que se efectúa en la arquitectura debe ser cuidadosamente diferenciada de la teoría de ella, es decir, del proyecto. La teórica, que el arquitecto empleó en el diseño, es imprescindible para lograr la otra, y debe hacerse sentir opresivamente si quiere servir a su propósito. Un buen proyecto de arquitectura es aquel en que es legible su teoría (en todo momento). Pero la imagen de habitabilidad es de índole dialéctica, y acontece, en el modo de su suspenso, como el momento más significativo de esa dialéctica. En tanto que dialéctica, es causada por la fuerza dominadora del proyecto, pero en vez de ser como ese proyecto desea, permanente y consecuente, esa imagen de habitabilidad es discontinua con la proyectada. El proyecto es efectivo si es capaz de constreñir eficazmente la libertad espacio-temporal del ser, porque en esa constricción es que se llega al agudizamiento del habitar. Sin embargo la diferencia que la imagen de habitabilidad tiene con la proyectada no está en que ella sea su opuesto o su consecuencia y reflejo, sino en el modo en que, temporalmente en un aquí-ahora, circunstancialmente se ha hecho legible. Legibilidad que, como en Benjamin, consiste en el padecimiento de una peligrosidad dentro de la arquitectura. Peligrosidad insignificante o monstruosa, soportable o insalvable, pero sensible.
En otras palabras, para la imagen dialéctica del habitar es preciso ser crítico frente a la obra; y como el ser crítico es un signo vital del ser, sólo se puede ser intencionadamente crítico en una obra de arquitectura en la medida en que ésta ha violentado nuestro ser dejando que su proyecto «nos haga» la crisis de despropósitos apreciables desde nuestro ahora. Es decir, lo intencionado de lo crítico, lejos de ser voluntario, es un modo reflejo de emplazarse frente a la obra por la forma inesquivable en que ella se presenta en un aquí-ahora. En ese instante de profunda incomodidad, algo en el edificio necesariamente viene a estar para salvarnos: en esa forma se encuentra lugar en la arquitectura. En la circunstancia de la dialéctica arquitectónica que provoca el proyecto de la obra, se está fuertemente obligado a moverse en una determinada dirección, a ver hacia y a través de una abertura, a pasar por un vano en particular, a apoyarse en determinadas superficies más fácilmente que en otras o a moverse errante en el indefinido desamparo de un hall. Escoger una butaca en una sala de conferencias o la silla en una sala de clases, elegir la mesa en un restaurante o esperar atento a la puerta del ascensor, comprar el diario en el quiosco de esta vereda y atravesar la calle en esa esquina, encontrar dónde dejar algo a la mano para no ponerlo todavía en su sitio; el espacio de la arquitectura demanda, de un modo particular y cada vez, que los movimientos del hombre calcen con ella. Encontrar un calce es la forma de la supervivencia psicológica del hombre en su interior, pero cuando ese clamor de las formas arremete con tal fuerza y tal exclusividad de propósitos que el habitar teórico del proyecto se manifiesta con plenitud como un violentamiento de calce único —tal cómo el eje central de la perspectiva del Renacimiento—, la arquitectura tiene dos salidas: ser preservada como monumento o ser demolida. Pero, sin perjuicio de su destino glorioso o fatal, para el interés de la obra, desde el punto de vista de la experiencia de ser, esa inducción conductista del proyecto es, en su despropósito, enteramente favorable.
Las paredes de los edificios carcelarios son las de arquitectura más eficiente pues en ellas su proyecto recibe la ayuda de la sociedad que vela por que éste se cumpla sin desviarse. Si la arquitectura es el agudizamiento del habitar, las prisiones son la arquitectura agudizada. ¿No se reciben de esos muros las más claras y fuertes imágenes del significado del habitar? ¿No se hacen en ellos más vívidas las lecturas del ser espacial del hombre? No hay otra tipología de construcciones donde se dé más eficientemente el violentamiento del habitar. No hay otra clase de edificios donde encontrar un calce sea sentirse morir con mayor intensidad. Ese sentirse morir es sentirse a sí mismo, y no es otra experiencia más que el habitar cotidiano rescatado de su inconsciencia y convertido en el más palpable concepto. La metafísica de la libertad se descubre y construye en el encierro.

***

¿Cuál podría ser la razón de la sensibilidad ante el despropósito que le es propia a la actitud crítica? Lo propio del crítico es que su atención a las cosas está orientada por el peligro. Por tanto, no puede ver una situación con distancia o nunca con la distancia suficiente para no estar afectado por ella. La situación que le vuelve crítico es la suya propia, y en este caso, la palabra «situación» alude a lo más espacial del sujeto: a su emplazamiento, a su estar emplazado. Pero además, el crítico debe manifestarse de alguna forma; debe tomar acción sobre su situación, porque el peligro es una condición inseparable del emplazamiento. Peligrar es estar emplazado. Por ende lo primordial de la crítica es el aquí-ahora de su peligrosidad de emplazamiento y lo que salva se mide temporalmente por ese presente que es su espacio-temporal-aquí-ahora. Para juzgar si un sujeto se ha equivocado al elegir o ha acertado con la salida de una situación aflictiva; para saber si ha sido estúpido en poner su confianza en algo o si, por el contrario, esa acción es ejemplo de genialidad, hay que estar en otro aquí-ahora, el propio aquí-ahora (que siempre es propio); el definido por la peligrosidad que faculta el juicio sobre el juicio del otro, y que hace relevante el juicio ajeno en la manera completamente particular y privada en que algo puede resultar como tal, relevante. Para juzgar hay que estar emplazado, es decir hay que peligrar de algún modo.
Si la capacidad para formular juicios críticos se da simplemente en nosotros como una facultad natural ¿cómo explicarse el que esos juicios tiendan a hacerse conocidos por los demás; que tiendan a su manifestación pública? ¿No bastaría con que se nos hicieran presentes a nosotros mismos, así contribuyendo ya suficientemente a nuestra supervivencia? En lo que al habitar se refiere, la crítica es la primera sacudida de la opresión del proyecto de la obra: el restablecimiento de la dialéctica, que es el debilitamiento del propósito del proyecto, es un impulso de la crítica. Pero pareciera que la situación crítica, que se establece en la peligrosidad, fuera una consecuencia de la que estamos muy lejos de ser inocentes. La crítica tiene su territorio temático en medio de la sociedad, pero, a pesar de eso (y es que por eso mismo), hay en ella una tendencia hacia el camino difícil de la convivencia. Este camino de conflicto es más propio de su rol en la sociedad que ese otro que pueda hacer despertar en los demás la misma sensibilidad particular que se tuviera sobre las cosas, usando, por ejemplo, el lenguaje poéticamente. La recomendación de Baudelaire es ejemplar: “Pero ese género de crítica [el poético]está destinado a los libros de poesía y a los lectores poéticos. En cuanto a la crítica propiamente dicha, espero que los filósofos comprenderán lo que voy a decir: para ser justa, es decir, para tener su razón de ser, la crítica ha de ser parcial, apasionada, política, es decir, hecha desde un punto de vista exclusivo, pero desde el punto de vista que abre el máximo de horizontes”.[13]
Es crítica cuando es crisis. El horizonte, aquello que siempre puede perfilarse como tal, es la metáfora más precisa de la crisis del emplazamiento. Lo que propone un paralelo entre la insubordinación social de la crítica y la meditación sobre las circunstancias de borde de las convicciones y los desfondamientos como, por ejemplo, la muerte; ambos provocan el desasosiego de una revolución, porque ambos son la interpelación de un horizonte. Ese desasosiego es el momento en que el ser desmonta de su cabalgadura para seguir a pie (el horizonte llama hacia sí al mismo tiempo en que se aleja inalcanzable; es el despropósito de lo metafísico en el la única región en que ello toca lo real y lo cotidiano: la línea del horizonte). Tiene la experiencia de ser en la forma de un padecimiento espacial, de emplazamiento, de solidez. El peligro de desfondamiento es la dialéctica de la solidez; su despropósito aumentado con en el logro de su propósito, que está a punto de ser evidenciado para los demás por medio de la opinión crítica. Si la crítica no es peligrosa, es decir, si no esta haciendo peligrar nada, no es crítica (quizá sólo adulación) y no sirve. Pues lo que la crítica hace es ensamblar las condiciones de despropósito que particularmente han sido experimentadas en cada individuo socialmente constituido, para instaurar una peligrosidad colectiva. Sólo así es que el propio juicio se legitima: en ese extendimiento de la circunstancia personal. En este sentido el proyecto de una obra de arquitectura es eminentemente un acto crítico, y cae completamente en el ámbito de lo individual, de lo individual del diseñador. Pero el diseñador no puede concebir una estrategia de acción si no se encuentra inmerso en un contexto social; su proyecto es esa estrategia, y en tanto es estrategia, es una dialéctica donde lo individual lucha por continuarse en lo colectivo, exacerbando la interacción de los opuestos, y tomando de ellos toda la fuerza revolucionaria, es decir toda la capacidad de establecer un horizonte y un límite para lo cotidiano: una peligrosidad. Esto determina el carácter artístico de la arquitectura, en tanto que más que ser un producto utilitario para la adecuación en el entorno, es un acto que se orienta a su validación social. La estética de la obra es, entonces, la teoría de la estrategia de diseño para dar con la colectivización de una peligrosidad.

***

Al representar lo arquitectónico como un agudizamiento del habitar lo que se ha tratado de hacer es reservar la palabra arquitectura para nombrar una forma de experiencia existencial. Con ello se la separa de su significación técnica, historiográfica, política, o cultural, y se la dedica a una experiencia que no sólo tiene lugar en la vivencia espacial de la obra de arquitectura (sea ésta el edificio o la ciudad) —y más eminentemente en la obra paisajística—, sino también, y quizá en forma más pronunciada, en el momento del proyecto, es decir en el tiempo del proceso de un diseño de arquitectura. Una parece diferente de la otra —la experiencia concreta del espacio físico es muy diferente de la experiencia teórica de un espacio imaginado e inacabado, por mucho que la tecnología moderna (como el diseño asistido por computadora con sus maquetas electrónicas y recorridos virtuales) ayuden al «realismo» de esa experiencia—; empero puede llegar a verse que tratan de la misma cosa. Esa diferencia se anulará si se tiene en cuenta que el concepto de experiencia no tiene más que una existencia retardada con respecto al tiempo-ahora del presente. O dicho de otro modo, la noción de experiencia, como esfuerzo de tematización instantánea del presente, es perfilable sólo después de que lo acontecido ha acontecido; sólo ahí puede «existir» porque implica significado. Esto no quiere decir que sea el significado mismo, sino la remembranza de ese significado, porque el significado existe en el instante auténtico del tiempo-ahora de Benjamin, que a su vez también podrá llegar a ser el presente, con otro retardo, para otro tiempo-ahora. Pero lo que sí quiere decir esto, es que la tematización del significado no es más que otro constructo del retardo y de ninguna manera es la forma en que éste se ha dado en el «durante» de la experiencia misma. Es que ya hablar de significado es empujar eso que se menciona al lado de las tematizaciones, poniendo la palabra «significado» al lado de «experiencia» y «presente». También aquí una forma de despropósito se cuela junto a los nombres de los fenómenos de nuestro existir: el retardo es un retraso del lenguaje y una propiedad intrínseca de él. ¿Qué prestación puede darnos esta existencia retardada? Pues, ¿acaso somos insensibles a esa situación cotidiana en que las palabras parecen traicionarnos, cuando no hay precisión suficiente en el lenguaje o cuando esa eficacia poética de las frases felices las hace tan susceptibles? ¿Qué puede impulsarnos al habla, al lenguaje de los nombres, si estos constantemente se despegan de las cosas que nombran? La respuesta es: el establecimiento de la dialéctica. La condición dialéctica, que es ese espacio de discontinuidad que se abre en el lenguaje, no sólo salva al lenguaje, sino que lo hace obligatorio como expresión temporal de la existencia. Todas las posibilidades del nominalismo adámico sobreviven en la condición dialéctica del lenguaje.
Benjamin en su ensayo Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los hombres concibe al lenguaje en general como la comunicación de contenidos espirituales, siendo el lenguaje la manifestación de un ser espiritual que «es» en el lenguaje y no a través de éste. El acto bíblico de la imposición de los nombres que Adán lleva acabo en el Paraíso es, para Benjamin, una traducción. Una escucha del «lenguaje de las cosas» (lo que es una receptividad al ser espiritual de las cosas) por medio de la cual se completa en la sonoridad del lenguaje del hombre lo que ya se expresa en lo ostensible de la creación, y que reserva para el hombre la libertad de imponer un nombre pero que al mismo tiempo le salva de la arbitrariedad. “La traducción es la transposición de una lengua a otra mediante una continuidad de transformaciones. La traducción rige espacios continuos de transformación y no abstractas regiones de igualdad y semejanza. La traducción de la lengua de las cosas a la lengua de los hombres no es sólo la traducción de lo mudo a lo sonoro, es la traducción de aquello que no tiene nombre al nombre. Es por lo tanto la traducción de una lengua imperfecta a una lengua más perfecta, y no puede menos que añadir algo, es decir, conocimiento. Pero la objetividad de esta traducción tiene su garantía en Dios”. En la narración del Génesis, es el verbo de Dios que ha creado y nombrado a cada cosa por primera vez quien es el germen de toda cognosibilidad, aunque la tarea de elevarlas a la sonoridad haya sido encomendada al hombre. Pero la expulsión del Paraíso desarticula la continuidad topológica de las traducciones. En vez de apegarse los nombres a la creación de Dios han de mantenerse en el continuo movimiento de ser usadas en el habla, para que en esta situación de extramuros edénicos y postbabélica no pasen al olvido del desempleo. Sin embargo la dialéctica de los significados sugiere que el castigo de Dios ha sido duro pero no definitivo, porque todavía los nombres pueden entrar en esa tensión con las cosas que es el significado. En el significado el ser espiritual y el ser lingüístico son uno sólo, fugazmente. La poesía es prueba de ello. Pero ya nunca más con el carácter de lo definitivo. La expulsión del Paraíso es este retardo del lenguaje, pues nuestra existencia lingüística, es decir, la comunicación de nuestro ser espiritual que desea poder ser genuinamente traductor, esta condenada a tener lugar en otro tiempo que el de los nombres de Adán. El Jardín del Paraíso no está, sin embargo, atrás en el tiempo, sino adelante. Lleva la delantera dejándose ver, en el instante auténtico del aquí-ahora de la habitabilidad, o en el tiempo ahora del materialismo histórico, o en la llamada de un horizonte en la crisis del emplazamiento. En esos momentos de existencia sincrónica de las cosas y del propio ser material del hombre, lo que está emplazado con nosotros vale y «significa» (y salva incluso), con la fuerza de la verdad, inefablemente; imposibilitando al ser lingüístico para darle alcance. La dialéctica, lejos de ser la mera confusión legada por los nombres fallidos del lenguaje, es el territorio donde aún parece estar permitido ejercer, nostálgicamente e infecundamente, el don adámico conferido con el soplo divino. Y quizás en esa trágica práctica nos esté reservada escatológicamente la esperanza de una redención, y que ella sea debida completamente a la metafísica.

En el terreno de la arquitectura, el ser espiritual de las cosas es el que necesita de una traducción, puesto que es la discontinuidad de una traducción no realizada lo que se hace visible en el agudizamiento del habitar. Pero si no se trata de una falta de comunicabilidad de los materiales empleados en un edificio (demasiado mudos), entonces se debe a la falta para con el ser espiritual que se ha hecho presente en su representación metafórica espacio-temporal, es decir del que habita. En la arquitectura, se alcanza la metáfora del habitar como conflicto entre el ser lingüístico y conceptualizador, plenamente representado en el proyecto, y un otro que todavía pertenece a la naturaleza, al mundo de las cosas y que espera una traducción equivalente a la que hiciera Adán. Ese «hombre-cosa» permanece no traducido por el hombre conceptualizador. La arquitectura, paradójicamente por ser ella misma una cosa, esta llamada a ser la lengua para esa traducción, pero se es demasiado consciente de ella, es decir, el retardo de la significatividad se da con demasiada fuerza en ella. La palabra arquitectura es, pues, el nombre (no adámico) de una «experiencia» de significado, y la única posibilidad de recobrar la autenticidad de la experiencia (la superación del retardo) es a través de la artificialidad violenta del diseño. Y esto no sólo para la obra de arquitectura, sino en general para todos los objetos. También nos dice Benjamin al respecto: “Hay una lengua de la escultura, de la pintura, de la poesía. Como la lengua de la poesía está fundada —si bien no sólo, sin embargo siempre— en la lengua nominal del hombre, se puede muy bien pensar que la lengua de la escultura o de la pintura esté fundada en ciertas especies de lenguas de las cosas y que se realice en ellas una traducción de la lengua de las cosas a una lengua infinitamente superior y sin embargo quizás aun de la misma esfera: Se trata aquí de lenguas no nominales, no acústicas, de lenguas de la materia, respecto a las que es preciso pensar en la afinidad material de las cosas en su comunicación”[14]. La cuestión de esta afinidad material entre el hombre y los objetos, en toda su dimensión material, tanto para el hombre como para los objetos, es todo el asunto de la arquitectura. Sin embargo el conflicto más decisivo que presenta lo arquitectónico es el cómo hacerse comprensible, en una tal afinidad, para el hombre conceptualizador que existe lingüísticamente, en el habla, en los nombres (aunque ellos sean los del hombre expulsado del Paraíso), es decir, para el conocedor en el lenguaje. Pero, y quizás en esto esté lo más importante, también en la dirección opuesta, vale decir, cómo hacerse comprensible para el hombre-cosa, para el corpóreo. Ese último es precisamente el problema que se enfrenta en el proyectar: porque no sólo cuenta el problema de la insuficiencia de los nombres (que aquí es lo mismo que decir la insuficiencia del proyecto), que dejaron demasiado sin nombrar, sino también, y por ello mismo, el problema de una «traducción» en sentido contrario al lingüístico sonoro.
Ahora bien, si pensamos la arquitectura como una forma de escritura del ser lingüístico, sólo podrá ser la interpelación del contenido material de su lenguaje lo que se persiga con el agudizamiento del habitar que tiene lugar en ella. La arquitectura, por su carácter crítico (que le ha sido conferido por ser el agudizamiento del habitar que se da simplemente), puede ser también la llamada dialéctica de lo secundario, que pide volverse caritativamente hacia lo que ha quedado en el camino de una traducción (y pensar en su violentamiento es equivalente a una verdadera exigencia en esa llamada, y más propiamente es un grito lo que debe escucharse en ella). En la escritura del diseño se retorna del lenguaje del habla al de las cosas, y con ello al camino hacia una manifestación más plena en otro lenguaje (ya no el del habla), por medio del cual una humanidad más primitiva, más animal, omitida por Adán (quien no supo encontrar un nombre para sí mismo), analfabeta para la escritura del habla, que se expresa en ademanes y gestos, está todavía presente para hacerse oír. La ontología es la verbalización del ser, pero lo es del ser lingüístico que se comunica en las palabras, y como ser de las palabras es un ser lingüísticamente superior porque da nombres (la misma arquitectura es uno de esos nombres). Pero también es un ser castigado. Lo que la hipótesis de la arquitectura como agudización del habitar implica es que el ser lingüístico del hombre castigado no es todo el hombre. Ni siquiera todo el ser lingüístico del hombre. Más bien la arquitectura es la lengua del hombre cuyo ser es el ser-cosa; el hombre no lingüístico, intraducible en la lengua de las palabras. Así, el proyecto (como síntesis del desarrollo temporal de un diseño) es una forma de ponerse en sintonía con esa experiencia de significado a la manera de una escritura. La experiencia de entrar en un edificio y de considerarlo arquitectura —lo que es cargarlo psíquicamente de artificialidad y de intencionalidad— es otra manera de ponerse en sintonía con esa experiencia de significado. Es leer. Pero ambas maneras serán útiles al ser cuando se las tenga conscientemente por construcciones, por metafísicas: ambas serán artificios de experiencia; autoinducciones, predisposiciones, contaminación social crítica. Ninguna puede asegurar que la auténtica experiencia, o mejor, que el verdadero significado, que sólo se mide y realiza en el momento del aquí-ahora, vaya a tener lugar. La imagen de habitabilidad es signo de la libertad del ser, en el mismo sentido en que la verdad es libre de todo emplazamiento; pues es la verdad la que emplaza y no al revés.

***

El propio ser se nos revela en la arquitectura por medio de un agravamiento del habitar. Pero, ¿no nos ha sucedido eso primero en la ausencia de la arquitectura más bien que dentro de ésta? Lo que la palabra arquitectura representa no es entonces el género de las obras construidas y artificiales, sino la circunstancia mental en la que esas obras dejan de ser meras construcciones utilitarias para convertirse en metáfora espacial de nuestro ser. ¿O habrá que decir, metonimia del ser, que sólo menciona la parte espacial para dar a entender al todo?
La casa y los espacios más próximos de la vida cotidiana son tan imprescindibles para perdurar, que sus despropósitos no pueden con los propósitos. Quizá por eso la etimología de la palabra arquitectura alude a la grandeza de un tectum, al arqui-tectum que cubre preferentemente al espacio social e impersonal que al cotidiano y familiar. Sólo si éste último se torna no-familiar, en una forma de desfondamiento afín a la categoría de lo siniestro freudiano, y su cotidiana e inconsciente utilidad se amplifica hasta el despropósito, entonces la vivienda entra plenamente en el terreno de la especulación arquitectónica para someterse al diseño y a la vanguardia, y cambiar para amenazarnos peligrosamente y hacernos sentir habitando en ella.




[1] W. Benjamin, Sobre el concepto de historia en La dialéctica en suspenso. Fragmentos sobre la historia. Ed., Trad., y notas: Pablo Oyarzún R. Ed. ARCIS- LOM, Santiago, 199?.
[2] S. Freud, 1919; Lo siniestro, en Ob. Comp. T. III, pgs.2483-2505, Ed. Biblioteca Nueva, Madrid. 1996.
[3] Lo no-familiar de lo íntimo-hogareño, lo familiar. Freud hace notar el sentido ambivalente de lo siniestro, y cómo en el lenguaje corriente (alemán) la palabra para lo siniestro, unheimlich, se funde con su antónimo. “(…) si ésta es realmente la esencia de lo siniestro, entonces comprenderemos que el lenguaje corriente pase insensiblemente de lo «Heimlich» a su contrario, lo «Unheimlich», pues esto último, lo siniestro, no sería realmente nada nuevo, sino más bien algo que siempre fue familiar a la vida psíquica y que sólo se volvió extraño mediante el proceso de su represión. Y este vínculo con la represión nos ilumina la definición de Schelling, según la cual lo siniestro sería algo que, debiendo haber quedado oculto, se ha manifestado”.
[4] Freud: “Tomemos lo siniestro que emana de la omnipotencia de las ideas, de la inmediata realización de deseos, de las ocultas fuerzas nefastas o del retorno de los muertos. Es imposible confundir la condición que en estos casos hace surgir el sentimiento de lo siniestro. Nosotros mismos —o nuestros antepasados primitivos— hemos aceptado otrora estas tres eventualidades como realidades, estábamos convencidos del carácter real de esos procesos. Hoy ya no creemos en ellas, hemos superado esas maneras de pensar; pero no nos sentimos muy seguros de nuestras nuevas concepciones, las antiguas creencias sobreviven en nosotros, al acecho de una confirmación. Por consiguiente, en cuanto sucede algo en esta vida, susceptible de confirmar aquellas viejas convicciones abandonadas, experimentamos la sensación de lo siniestro, y es como si dijéramos: «De modo que es posible matar a otro por la simple fuerza del deseo; es posible que los muertos sigan viviendo y que reaparezcan en los lugares donde vivieron», y así sucesivamente. Quien, por el contrario, haya abandonado absoluta y definitivamente tales convicciones animistas, no será capaz de experimentar esa forma de lo siniestro. La más extraordinaria coincidencia entre un deseo y su realización, la más enigmática repetición de hechos análogos en un mismo lugar o en idéntica fecha, las más engañosas percepciones visuales y los ruidos más sospechosos, no lo confundirán, no despertarán en el un temor que podamos considerar como miedo a lo «siniestro». De modo que aquí se trata exclusivamente de algo concerniente a la prueba de realidad, de una cuestión de realidad material”. (Op. cit. pág. 2502)
[5] El juicio crítico sobre la cuestión de la validez tampoco es asunto sincrónico con el momento de la autenticidad, pero si es que se le puede considerar a su vez auténtico, ello deberá ser decidido también diacrónicamente.
[6] W. Benjamin, Apuntes sobre el concepto de historia en La dialéctica en suspenso. Fragmentos sobre la historia. Pág. 92.
[7] Op. ct. pág. 92
[8] W. Benjamin, La obra de los pasajes (Convoluto N), en La dialéctica en suspenso. Fragmentos sobre la historia. pág. 146.

[9] “Marx dice que las revoluciones son la locomotora de la historia universal. Pero tal vez ocurre con esto algo enteramente distinto. Tal vez las revoluciones son el gesto de agarrar el freno de seguridad que hace el género humano que viaja en ese tren”. (W. Benjamin, Apuntes sobre el concepto de historia en La dialéctica en suspenso. Fragmentos sobre la historia. Pág. 76). Si el tren representa no sólo a la historia sino todo lo que tira de nosotros, como la naturaleza. ¿No nos dice esto que el ser del hombre es más precisamente la interrupción misma?
[10] Cristo Jesús, antes de redimir a la humanidad, redime su propia vida. Horas antes de su muerte desea y pide a Dios que le salve del cáliz de sufrimiento que ha de beber. En el momento de su peligro está solo y tan en extremo abajado de su condición divina, que sólo Dios puede salvarle. La soledad en que ha caído es inmensa sólo porque se la refiere a su propia vida; vida de maestro, de líder y de Dios. Él encarna en sí mismo el signo más caritativo de la historia, en tanto que es la caridad de Dios mismo deshaciendo el camino en el laberinto terrenal. El hilo en este caso es el literal cumplimiento de las escrituras.
[11] La idea pertenece a la introducción de El origen del drama barroco alemán: “La verdad no entra nunca en una relación, y mucho menos en una relación intencional. El objeto del conocimiento, en cuanto determinado a través de la intencionalidad conceptual, no es la verdad. La verdad consiste en un ser desprovisto de intención y constituido por ideas. El modo adecuado de acercarse a la verdad no es, por consiguiente, un intencionar conociendo, sino un adentrarse y desaparecer en ella. La verdad es la muerte de la intención”. (1990, Altea, Taurus, Alfaguara, S.A., Madrid. Pág. 18)
[12] La Obra de los Pasajes (convoluto N) en La dialéctica en suspenso. Fragmentos sobre la historia. Pág. 122)
[13] Ch. Baudelaire, ¿Para qué la crítica? de Salón de 1846. (En Salones y otros escritos de arte, Col. La balsa de la Medusa, 83, Ed. Visor. Dis, S.A., 1996. Madrid.
[14] W. Benjamin, Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los hombres., Publicado como anexo en Walter Benjamin, La lengua del exilio. de Elizabeth Collingwood-Selby. Ed. ARCIS- LOM, Santiago, 1997 pág. 156.

sábado, diciembre 14, 2002

Secularización de la sopa Campbell


“Quisiera tener muchos Andys pequeños, Andys, Andys, Andys, Andys, Andys,... sería hermoso ¿no?”
Julia Warhola, madre de Andy Warhol
[1]


Muy poco en broma pero sin seriedad consciente, es decir tomándose las cosas tal y como se presentan, un acontecimiento habitual en el mercado de los alimentos puede resultar bastante singular y complejo, provocando una meditación sobre el carácter lúdico de la experiencia artística. Este año —pero no es posible por ahora decidir si ello aconteció por primera vez este año— en las estanterías de un importante supermercado —un “hiper-mercado”, en realidad, que es el término actual con que los santiaguinos nombramos a estos cada vez más grandes centros comerciales— ha aparecido la sopa Campbell. Un extremo de una de las innumerables estanterías saturadas de productos provoca aquí una perturbadora experiencia de familiaridad: paradójicamente es la familiaridad la que causa la sorpresa. Junto a los envases de cientos de productos cuyas etiquetas conocemos desde siempre, y junto a otros productos nuevos que jamás habíamos visto y que aparecen cada semana —o que parecen aparecer cada semana, porque los hipermercados exigen una importante cuota de insensibilización a las demandas visuales que una variedad tan extensa de productos nos impone—, es imposible esquivar la presencia de las latas de sopa para cualquiera que haya debido poner su atención en Andy Warhol durante algún tiempo, sin experimentar una especie de sorpresa y emoción como si se estuviera encontrando por primera vez a un personaje legendario.
Tal parece que en el extremo de esta estantería se exhibe una pieza notable del arte de los años 60: tres hileras de latas de la sopa de Andy Warhol repiten como siempre la vimos en los libros de arte Campbell’s, Campbell’s, Campbell’s, Campbell’s, Campbell’s, Campbell’s, Campbell’s, ... SOUP, SOUP, SOUP, SOUP, SOUP, ... en sus etiquetas mitad rojo, mitad blanco, con la medalla dorada obtenida en la competencia de 1900 en París, y con la guirnalda de flores de lis en la base. En el “popular” inglés con que cada día más se nos invita a consumir en Chile hasta lo típicamente chileno, cada una de ellas nos describe su contenido interior con la usual letra de Andy Warhol: Condensed, Cream of Mushroom, Cream of Chicken. Aunque perfectamente ordenadas como de costumbre, aquí hay algo nuevo: esta vez están ahí en “vivo y en directo”, en volumen y sustancia; ya no se trata de una pintura sino que se ha disimulado en una repisa toda una obra tridimensional: una instalación escultórica de Andy Warhol.
¿Es posible y legítimo aceptar como acontecimiento artístico la trivial aparición de un producto comercial en las estanterías de un supermercado? ¿Tiene algún sentido dejarse llevar por semejante fantasía? Sin discutir todavía sobre el alcance teórico de estas preguntas, hay algunos aspectos perceptuales que incluir en el análisis. Así como la convencional disposición regular de las latas de sopa y el aspecto general de cada una se presenta como un icono del arte de Warhol, a su vez, otros muchos nuevos detalles nos salen al paso como obstáculos que nos sacuden para que despertemos de esta ilusoria obra. Cuando por fin cometemos el sacrilegio de tomar en nuestras manos alguna de estas piezas vivientes del arte moderno, las etiquetas warholianas no son tan idénticas a las de las telas reproducidas en tantos libros. Superpuesto a su clásico frontis una leyenda extraña, que no está en las de Warhol, dice en una tipografía irreverente: “ONE DISH RECIPE, 5 MINUTE PREP!”, insolentemente yuxtapuesta al medallón central. Además, la palabra SOUP no está sobre sino intercalada entre las flores de lis doradas, y en el lado derecho de esta interrumpida guirnalda faltan dos, las que han sido reemplazadas por “NET WT. 10-3/4 OZ. (305g)” escrito en modernas letras negras. El reverso, algo así como el lado oscuro de la Luna al que nos asomamos por primera vez, está lleno de leyendas y viñetas informativas, molestamente complejas: los ingredientes de la sopa envasada, las calorías, los factores nutricionales, un código de barras; un párrafo en letra minúscula dice algo sobre alguna forma de garantía “...or money back ...” demasiado largo para terminar de leer lo que por lo demás es un inverosímil mensaje. Quizá lo más grave: una etiqueta blanca, escrita con letra de impresora de computador y pegada desprolijamente sobre la original, traduce al castellano los ingredientes y las instrucciones de preparación en una cacerola o en el microondas, y tiene un logotipo que dice “VELARDE HERMANOS” en una esquina: ¿un comercial del patrocinador de esta exhibición?. Por otro lado, resulta sumamente difícil volver a colocar la lata en la estantería de tal manera que ésta sólo muestre su frontis y todas las leyendas de su reverso, impúdicamente reveladas, y verdaderamente mucho más de lo que deseábamos saber, queden ocultas, y nuestro objeto alterado vuelva a verse como las representaciones de Warhol, es decir, como la sopa Campbell de siempre.
Pero, ¿cuál sopa Campbell de siempre puede ser esta? ¿Siempre; desde cuándo hubo un siempre? Se trata de un siempre que es nuestro, muy específico, muy personal; que es un siempre histórico, pero de una historia particular, por lo demás, compartido (o análogo al de otros) e insertado en la forma en la que se nos han revelado tantas cosas de ese mundo imaginario que acontece en otra parte, en otro país, en otra cultura, en la cultura, la institucionalizada, la referible y argumentable, la que es comunicable y valórica, la reconocible como universal, la que está impresa en papel. El “siempre” de siempre de la sopa Campbell la hizo destacar en la estantería; fue por ese siempre que la reconocimos como la presencia indiscutible de Andy Warhol; fue con ese siempre que tomamos una lata en las manos, no para echarla al carro con la compra y servirla en el almuerzo de mañana, sino para palpar por primera vez una obra legendaria, a la vez acercada y distanciada por la cultura artística formal, por la intermediación de los medios de difusión de la cultura. Fue por ese siempre que era necesario hacer un pequeño orden en la estantería, sin que nadie nos viera en tan absurdo comportamiento: un pequeño esfuerzo y, desde cierto ángulo el conjunto de latas se vería idéntico a “100 Campbell’s Soup Cans”. Pero la blanca etiqueta de VELARDE HERMANOS algunas veces fue descuidadamente pegada sobre el frontis de la lata, otras veces la etiqueta original estaba muy sucia. Con tanta gente circulando por ese corredor era francamente embarazoso tomar una a una las latas para escoger aquella con la etiqueta más perfecta (el mejor ejemplar de la sopa de Andy Warhol) hasta que dimos con una satisfactoria —realmente la mejor, y lo lamento por los demás interesados en Warhol— y la depositamos en el carro de la compra junto a las otras especies. Y compramos arte como quien compra sopa, y nadie se enteró de ello, menos la cajera. Una vez en casa todas las cosas compradas fueron a parar al refrigerador o la despensa, salvo la lata de sopa Campbell: fue instalada cuidadosamente en una estantería de la biblioteca, relativamente cerca de los libros de arte, en un ángulo preciso, acomodada para ser exhibida en la posición clásica de la mejor forma posible, haciendo uso de la experiencia recién adquirida en el supermercado cuando con cada vez menor disimulo alineamos todos las otras latas que desechamos para no alterar la integridad del efecto warholiano de la instalación. Al día siguiente fue necesario rescatar de la despensa nuestra pieza de arte POP: la niña que hace el aseo no entiende estas cosas, y fue algo extraño explicarle que de ahora en adelante esa conserva debe permanecer en la estantería de los libros.
Nuestro siempre de la sopa Campbell del supermercado no coincide con el siempre de la sopa Campbell de Andy Warhol, pero, aunque distanciado como experiencia, del siempre de Warhol depende el siempre nuestro. El supermercado ha jugado un rol importante y topológicamente simétrico, pero notablemente diferente: en ambos casos el supermercado está en un extremo. Warhol recogió la sopa Campbell del supermercado porque era un producto totalmente familiar. Según Paul Warhola, hermano de Andy, en casa su madre preparaba sopa Campbell frecuentemente, y el artista se crió consumiendo ese producto.[2] En los años 60 cuatro de cada cinco latas de sopa precocinada que se vendían en Nueva York eran Campbell. Para Warhol, la sopa está en el extremo inicial del proceso de su aislamiento y nueva caracterización cultural. La sopa de Warhol es un ente vivo en el mercado de alimentos cotidiano, que existe como producto de consumo, y por esa preexistencia es que la promoción de su imagen a una galería de arte tiene un efecto de violenta seducción que necesariamente redefine arte, sopa, producto de consumo, galería de exposiciones, público y artista. Para nosotros el supermercado está en el otro extremo; la sopa como sopa no llega hasta nosotros en el estado puro de la experiencia cotidiana warholiana y estadounidense. Llega totalmente contaminada del Warhol histórico y cultural. Desde allá, con aire de objeto refinado y diferente, viene a convertirse en un producto para el consumo cotidiano, exigiéndonos para ello que olvidemos la experiencia de su asimilación artística y le devolvamos el rol del que Warhol la privó. Podríamos decir que se cierra una especie de círculo en torno al objeto. El supermercado se restituye como su lugar de origen y destino, y su incursión por el mundo del arte, desde las galerías epatantes del principio a los textos sacralizados del final, debe a éste su contexto de posibilidades, su mundo.

Es pop hablar en inglés

Pero si como en todo círculo no hay extremos, sino sólo polos diametralmente separados, este viaje del producto de consumo hacia su “sacralización” artística debería encontrar un camino de retorno hasta su posición de origen, y esto precisamente es lo que no está ocurriendo en nuestro supermercado santiaguino.
El párrafo anterior está dando por aceptado que la posibilidad de considerar la aparición de la sopa Campbell en las estanterías de un supermercado de Santiago como una obra de arte, como un happening warholiano, diez años después de Andy Warhol, es una experiencia legítima. El párrafo anterior es también una respuesta afirmativa a nuestra primera pregunta sobre la posibilidad, a lo menos teórica, de esta experiencia. Aceptar la respuesta afirmativa depende de una actitud que tiene un carácter lúdico, y que se superpone a la actitud que podríamos denominar “normal” hacia el objeto. Sin embargo, es inesquivable y sigue pendiente la pregunta sobre el sentido de este juego, que es también una pregunta por la “realidad” del objeto. Dicha de otra forma, la pregunta por el sentido del juego es muy equivalente a preguntar: ¿Qué es lo que tengo delante? La experiencia del ob-jectum es el ob-jectum mismo. Es sustento de ésta en particular que, en nuestra condición histórica, de la sopa Campbell como producto no conozcamos más que la anamnesis de la obra warholiana. Es decir, la condición teorética de la sopa Campbell como el producto de la masa que Warhol retiró de la masa, sin que dejara de ser un producto de la masa. Pero por esa condición de producto de consumo conservada en su promoción artística, la noción de obra de arte se ha abajado a una estatura popular. Al mismo tiempo lo popular se ha enaltecido, mas no por hacerse asimilable a una noción antigua y ya perdida y secularizada de lo artístico (secularización que la propia obra ha provocado), sino porque es ahora digno de atención. Lo popular es ahora digno del tipo de atención que previamente asignábamos a lo artístico solamente, cuando con artístico expresábamos un sentimiento afín a lo sublime de la atención; la atención por ende, ha terminado por desvincularse de la posibilidad de la conformidad entre categorías de nobleza de los sentimientos y grados de “pureza” de los entes que los reciben. El amor por las cosas también se ha abajado para conciliarse con sus apetitos: la belleza ya no se encuentra sino que se la confiere como don-decisión que se desembaraza de su compromiso con la noción filosófica de estética entendida ésta como una teoría de la reciprocidad entre categorías de sentimientos y calidades (metafísicas) de los entes; todo merece ser amado, o, lo que es lo mismo, aquello que se ama es lo que merece nuestro amor y nada más.
La acción de esta teoría (metafísica) de la reciprocidad es la responsable de que hasta nosotros llegara sólo lo “retirado” de la sopa Campbell como un desdoblamiento de la experiencia original que, por acontecida en otro lugar, ha dejado fuera de alcance la parte de su historia previa que caracteriza a la nueva y le da su sentido inaugural como experiencia de verdad. Nunca fuimos parte de esa masa de consumidores, nunca vimos que el artista pintara como arte lo que consumíamos a diario desde siempre; nunca hemos debido considerar arte a la imagen de la sopa Campbell: para nosotros siempre la sopa Campbell ha sido un icono del arte pop. En otras palabras, ella no es arte pop aquí.
Me parece que la mirada debiera ponerse ahora más atentamente sobre lo referido con el concepto de lo pop que en la lata de conservas. Cuando, en la figura cultural de la obra warholiana, los cuadros de sopa Campbell se presentan como representativos exponentes pop, algo de la frescura del momento original en que se usó ese nombre por primera vez, y no cómo ese nombre ahora designa técnicamente, historiográficamente, un movimiento de los años 60, nos alcanza todavía. Analizar el significado del término pop, la posibilidad de que exista una experiencia asociable a ese término aquí, es decir, la posibilidad de que se ponga algo en juego equivalente al concepto de lo pop estadounidense en el Chile actual, es lo que constituye el sentido de dejarse llevar por la aparición en el supermercado de la sopa Campbell como si se tratara de una experiencia artística.
He advertido desde el principio que la idea de este happening warholiano, post mortem y descontextualizado, tiene alguna posibilidad de ser auténtico sólo para alguien que tenga un conocimiento previo de Andy Warhol. No se trata del conocimiento incorporado al autoconcepto, o de crecimiento educacional y erudito; basta más bien la capacidad de su consumo como conocimiento “disponible” e inadvertido incluso. Basta que se sepa (y retenga en la memoria) de Andy Warhol como el “artista del pop norteamericano de los años 60 que pintó latas de sopa Campbell”. Basta que una descripción de este tipo pueda ser construida con la simplicidad suficiente como para no demandar ninguna necesidad de deducción en ella, y que pueda ser aceptada (“consumida”) por todos sin provocar cuestionamientos. En el acto de consumir, como si se tratara de una destreza adquirida, se centra la efectualidad pop. En la idea del consumir comparecen dos aspectos que poseen roles importantes en la definición de lo pop: producto y disponibilidad. Por un lado, el producto, con su carácter de generado en otro lugar, de hecho por un otro, conlleva internamente una novedad en tanto que de su presencia fenomenológica no seamos causa directa ni inmediatamente su destinatario, y resultará siempre claro que está ahí presente por una razón que aún no nos involucra, sino que más bien por su extraña lejanía podemos percibir una interpelación a su consideración, y la efectividad de esa interpelación es decisiva para el establecimiento de una relación de consumo con nosotros (la publicidad, por ejemplo, es el trabajo que busca romper la lejanía inicial de la “aparición”). El producto es una novedad que se pone “al alcance”. Pero al mismo tiempo, de la disponibilidad del producto, se deriva una relación de pertenencia que resulta contraria a la extrañeza de la aparición. La disponibilidad, que en un momento inicial es sólo el ofrecimiento que hace por sí misma la presencia, se convierte en disponibilidad como “contar con”, en la medida que el acto del consumo se concrete. El consumo, entonces, puede definirse como el paso entre lo extraño‑disponible a lo disponible‑cos­tumbre, de tal forma que el presentarse de la cosa se transforma de novedad en habitualidad, de una manera tal que el pasar nos lleva a nosotros mismos hasta una nueva relación existencial con la cosa consumida. En este pasar que en verdad efectuamos nosotros, hay una experiencia de direccionalidad (temporal, como es la vida que vivimos) que podemos llamar propiamente sentido, aunque aquí no sea pensado teleológicamente, sino más bien como una confluencia coherente con la experiencia que tengamos (o que creamos tener) de lo que actualmente estamos viviendo. En esa direccionalidad lo ofrecido de la cosa pasa a incorporarse a la propia vida como si se tratara de un enriquecimiento de su complejidad. No es extraño, entonces, reconocer en el consumismo un actividad placentera en lo existencial: cada vez que vencemos la extrañeza de lo ofrecido y lo convertimos en disponibilidad existencial, disponibilidad como hábito, como algo que se lleva puesto, lo “subimos” al barco que somos cada uno, y le damos la direccionalidad que llevamos. El sentido aquí (el consumista al menos) no tiene que ver con un destino, sino con una remisión al pasado, a la direccionalidad inercial de la nave que envía hacia adelante lo que embarca. La metáfora del consumir como un embarcar, da cuenta también de una idea de la cultura como la inercia de la nave: no se consume sin una inercia previa, es decir, no se consume sin cultura.
Pero en el consumir lo extranjero (quizá no hay otra instancia en la que se despierta tan fuertemente la sensibilidad por el consumo), lo foráneo, porque se consume culturalmente, es decir porque su consumo está cargado de sentido cultural, y porque lo cultural está por si mismo sustentando el sentido, la verdadera dimensión artística que puede devenir lo popular se impone como conducta obligada. Lo extraño en la oferta de lo extranjero es más agudo como interpelación de sentido. Esa es la razón por la cual los chilenos hemos infectado vastamente nuestro lenguaje con términos y mensajes íntegramente expresados en inglés y perfectamente pronunciados y comprendidos. El inglés reemplaza al castellano en mensajes completos cada vez que lo que deseamos (o lo que publicitariamente se nos induce a desear) suene pedestre y miserable en nuestro propio idioma. Lo insignificante y lo vergonzante, lo risible y lo trivial, suenan sublimes en inglés. Para explicar el buen desempeño de las propiedades de un automóvil usamos la palabra performance, y la empleamos de tal manera que ya no explicitamos cuál tipo de desempeño es el referido, pues performance parece aludir a una totalidad que está por encima de todos los buenos desempeños posibles; performance es un atributo en sí. Decimos calling party pays para decir (y no decir) que “el que llama paga” en los teléfonos celulares, y la sofisticación (muchas explicaciones técnicas se han esquivado así) de nuestros modernos refrigeradores se debe entre otras cosas a que hacen cubos de hielo porque tienen un aparato muy ingenioso que se llama ice-maker y jamás hay que descongelarlos porque están provistos de un sistema non-frost. Esta dinámica del lenguaje que todavía es evidente en la introducción de palabras inglesas en la publicidad, la economía, la administración de empresas, o en la reformulación del significado de palabras “antiguas” o “pasadas de moda” en la jerga juvenil, no pasa por nuestro lado sin envolvernos; es difícil escapar a su seductora actualidad. La palabra “sofisticado”, por ejemplo, ya no significa más lo que en todos los diccionarios se pretende: nadie consideraría que cuando se lo llama sofisticado, se esté diciendo de él que es torcido y engañoso. Siendo rigurosos con el significado original, lo que realmente hace “sofisticados” a los nuevos refrigeradores no son sus refinamientos técnicos, sino la “sofisticada” manera de describirlos y publicitarlos, es decir, de consumirlos. La popularización no viene de una facilidad de consumo inherente al producto, sino de la “consumibilidad” de los sentidos, es decir de la facultad extendida de embarcar las cosas. Pero esta reflexión es autoincriminatoria: decir pop no es lo mismo que decir popular, porque es pop y no popular.

La obra legitimada a distancia y
la obra legitimada con la distancia


Cuando Gerard Malanga se encontraba de vacaciones en Roma, decidió procurarse algún dinero falsificando una serie de “Warhols” con imágenes serigrafiadas del Che Guevara. El dueño de la galería que quiso comprarlas decidió verificar con Andy Warhol la procedencia de las obras. Warhol, que ya había recibido una carta con la confesión de Malanga, prefirió autentificar las obras, pero pidió que todo el dinero le fuese enviado directamente porque “Mr. Malanga no está autorizado a vender las obras”[3].
¿Fue satisfactorio para el dueño de la galería el telegrama autentificador de Warhol, de tal manera que esta anécdota, en vez de desacreditar esas obras, las incorpora unitariamente a lo tenido por auténtico en Warhol ? Malanga intervino sistemáticamente en las serigrafías de Warhol desde muy temprano, y no sólo él, sino casi la totalidad de sus amigos. El concepto clásico de autenticidad no fue en absoluto aplicable a la obra warholiana, y la manufactura colectiva de sus obras ya era perfectamente conocida en su tiempo. El nombre de su taller, la popular Factory, daba testimonio de la posibilidad abierta a la colaboración productiva, como el nombre de una institución coherente con la figura de Warhol (la Factory ocupó tres locales diferentes a lo largo del tiempo sin perder su nombre[4]). Para el propio Warhol, la legitimidad de una obra estaba más en una dimensión mental que factual, por lo que la transgresión de Malanga resultaba subsanable con una decisión positiva. Pero con lo que Warhol no transaría era el valor económico que su legitimación implicaba. Malanga no fue el único en falsificar a Warhol, también Brigid Polk afirmó en 1969, en una revista de Los Ángeles, que Andy Warhol estaba harto de pintar, y que ella hizo todas sus últimas pinturas de latas de sopa, y que desde hacía dos años que ejecutaba todo el trabajo y firmaba por él. Warhol, con descaro, confesó a la revista Time que así era, pero tuvo que retractarse cuando coleccionistas alemanes empezaron a llamarlo para averiguar si habían gastado cientos de dólares en obras falsas. Tampoco para ellos fue inverosímil que Warhol les dijera que su declaración en Time era sólo una broma. Más efectiva que una coherencia de manufactura, despersonalizada completamente por la descuidada técnica serigráfica y las eventuales pinceladas expresionistas, era necesaria una coherencia comercial propia de la obra artística como un producto ofrecido a la disponibilidad del consumo.
Es claro que en el juego de lo warholiano (y en general de la obra artística posterior a Marcel Duchamp), la posición sociológica del artista es la regla que lo hace posible. Sin embargo la lectura que en cada caso se hace de esta regla da lugar a juegos muy diferentes. La cuestión del campo de valores en que se establece el sentido de la obra depende de la posibilidad de incluir al artista en el contexto sociológico donde se está para apreciarlo. La posibilidad de una interpretación de lo popular como arte depende de la valoración previa que se hace de lo popular. Una sociedad industrializada que produce lo que consume, es decir que mantiene lo extraño no demasiado lejos de lo familiar y de las destrezas para consumirlo, no asimilará la exhibición de las cajas de jabón Brillo o las latas de sopa Campbell en una galería de arte de la misma manera. La intromisión de lo cotidiano y su posibilidad de elevación a la categoría de obra de arte, implica una actitud de reconocimiento hacia el artista que depende más fuertemente de su grado de extravagancia social, que la que puede requerir la aceptación de la obra de otro que no hace referencia a lo cotidiano. Habría que pensar con Bourdieu y su teoría del campo sociológico[5], que mientras más vulgar la cosa promovida a la categoría artística, más indispensable es el “puesto” de artista. Pero la valoración de la obra y su sentido también son dependientes de ese campo. En el caso neoyorquino de la época de Warhol (y habría que pensar también en el resto del mundo económicamente desarrollado que de alguna manera se encuentra en una centralidad de la producción tecnológica y cultural) la ascensión al “puesto” de artista pop es totalmente paralelo a la aceptación del arte pop, es decir, la relación de consumo de ambos es no sólo interdependiente, sino simultánea. El reconocimiento del artista como figura es simultáneo a la aceptación de su obra y a la promoción de lo cotidiano al nivel de obra, y de la reconstitución del sentido de lo cotidiano: el paso de lo popular a lo pop. No es extraño entonces que el valor cultural de la obra esté más próximo a su valor comercial (si no es que ese valor comercial es el único valor de la obra), mientras el artista esté allí para producir. El valor del artista es esencialmente su poder legitimador sobre las obras, a tal punto que los posibles méritos propios de la obra (interpretados en su “ajustabilidad” con criterios estéticos no necesariamente asimilados en el campo sociológico; más bien por el contrario, ellos mismos son susceptibles de ser modificados para conformar el gusto) quedan relegados a un segundo plano.
Cuando no es lo cotidiano lo que se quiere promover, la posible “extrañeza” de la obra hace parte importante del trabajo del artista. Esto es así, en primer lugar, porque la dificultad de la interpretación que ella impone deja más libertad para recurrir a un primer acercamiento metodológico por medio de una revisión crítica según criterios estéticos preestablecidos (conscientes o inconscientes), al presentarse como obra algo que, o no nos tiene involucrados en una relación previa, o calza definitivamente con lo que ya desde antes entra en lo aceptado como artístico. En segundo lugar y en nuestro caso, no obstante ser evidente que las pinturas de latas de conserva o las acumulaciones de caja de jabón Brillo son representaciones de productos comerciales vulgares (en otra parte), la distancia de su extranjería, de sus rótulos en inglés, y la lejanía del propio Andy Warhol, nos impiden definitivamente una relación de familiaridad y cotidianidad como la que se da con los, para nosotros, reales productos de consumo. Aquí es otro el juego. El puesto de artista no se alcanza simultáneamente con la aceptación de la obra; o bien la obra es obra porque calza con “lo artístico” (aunque para ello haya sido necesario ajustar los criterios de lo artístico) o definitivamente no es ni obra ni se trata de un real artista. En otras palabras el juego local nuestro de la promoción artística de la sopa Campbell y de Andy Warhol no se da en el plano del consumo como apertura de sentido (como propone la metáfora del barco) sino de lo ya consumido y digerido.
Quizá no sea demasiado aventurado pensar que la experiencia artística tiene que ver sobre todo con la actividad permanente de redefinición de sí misma a partir de un estado de acostumbramiento de lo artístico. Si la consagración de las obras como artísticas, como exponentes representativos de experiencias estéticas ya acontecidas, como monumentos de la historia del arte, es el patrimonio de la cultura, también este patrimonio puede reconvertirse en campo fértil si, en vez de su conservación se le ofrezca como material disponible para el consumo de la experimentación de nuevas aperturas artísticas.

El círculo hermenéutico y la sopa Campbell

Estos dos mundos de la sopa Campbell de los que ya hemos hablado (el definido por el siempre neoyorquino warholiano y el siempre bibliográfico nuestro) guardan una relación profunda con nuestro propio ser. Se trata de una confrontación posibilitada por una historia particular de distanciamiento, de ubicuidad perimetral en torno a un centro, y que sólo por ella es que, a un mismo tiempo, centro y periferia se muestran como posiciones: el mundo del centro existirá mientras hayamos descubierto nuestra periferia, pero al mismo tiempo, mientras seamos también en alguna medida los sustentadores de esa noción de centralidad. Pero, aun desde la situación periférica que tiene consciencia de la centralidad que no ocupa, no es posible instalarse en ambas a la vez. Los mundos del centro y de la periferia tienen perspectivas distintas con respecto a la circunstancia en que la obra de warholiana se encuentra.
La pregunta por el sentido de considerar arte la aparición de un producto en una estantería tiene su esencia en la palabra aparición. Ella ya habla de una existencia anterior. Esa existencia no es sin embargo otra que la nuestra propia que ya se ha extendido sobre la obra de Warhol, pero que esta vez tiene que enfrentarse a la consecuencia de esa asimilación. En esta oportunidad una cosa clama por ser re-conocida, porque se ha presentado de una manera que se debate en el límite entre lo usual y lo extraño. La necesidad de interpretarla viene del antecedente que ella misma ya es para nosotros. La reciprocidad de un círculo hermenéutico —como el que Heidegger puso de relieve en su ensayo sobre el origen de la obra de arte— necesariamente nos dispone en una relación de conocimiento y comprensión, pero algo más está a punto de revelarse. La condición efímera de obra de arte que esta pretendida obra de arte tiene, es precisamente la cuestión relevante: ese paso fluctuante e indeterminable entre la “realidad” de objeto cotidiano y la “realidad” de objeto artístico (a lo menos como componente icónico de la obra warholiana) está en la base del arte pop y es la legitimidad misma de la interpretación “artística” de esta aparición. Su propia condición efímera es precisamente, y únicamente, la validez de la dimensión y posibilidad artística de nuestra experiencia del supermercado. Junto al círculo hermenéutico que constituye la relación cultural de significado y sentido que para nuestro ser tiene la obra de Warhol, hay ahora esta otra relación que parece ser mucho más significativa y propia, y que está actuando de una forma más legítima y decisiva; ella ya se abrió por primera vez en torno a la sopa Campbell para quedar disponible universalmente, para posibilitar no sólo la experiencia aquí discutida, sino toda experiencia artística imaginable que desborda sin violar los límites formales de la obra de arte. Esta relación a la que me refiero, también es circular porque, de la misma manera que el círculo hermenéutico muestra la imposibilidad de establecer límites entre sujeto y objeto sino que pone a las cosas en una relación de ser-para-un-otro, pero aquí habría que llamarla “círculo pop” porque su efecto sobre la conformación de “obra” es muy diferente.
Duchamp es representante por antonomasia del círculo hermenéutico. Los ready-made son tenidos en consideración artística por una relación de reciprocidad entre el interrogador de la obra y la posibilidad inyectada en ésta para ser interrogada como obra de arte. En esto, el rol de artista, de la forma en que Duchamp es considerado, constituye el umbral por el que se abre el espacio de la sacralización (consagración) del objeto a su destino artístico, pero los caracteres de ese rol a su vez ya están pre-conferidos socialmente sobre el artista reconocido como tal, a lo menos en el círculo inmediato del artista (el adscribir a un movimiento de vanguardia, por ejemplo). Recordemos como ejemplo el ready-made titulado In Advance of the Broken Arm [4], que es simplemente una ancha pala para nieve comprable en una ferretería: es un objeto estudiadamente convencional, pero que ha sido firmado y puesto en una galería de arte con un título impreciso pero sugerente. En esa pala verdaderamente se ha efectuado una separación de los objetos convencionales, de tal manera que ahora es declaradamente una obra, sin interés previo por su valor estético. La significación que los ready-made han tenido para la concepción moderna del arte ha sido fundamental para el desarrollo posterior del arte, como por ejemplo fue el movimiento Pop. Los mundos posibles ya fueron abiertos intelectualmente con la re-aparición de los objetos “triviales” en medio de las ahora incontables interpretaciones coexistiendo en ellos (es frecuente, y es culpa del propio Duchamp, que los ready-made sean vinculados a significados de tipo sexual, por ejemplo, pero de ninguna manera, a pesar de las ideas de su autor, los ready-made se agotan ahí ya que una vez descubierto el mundo inconsciente de los objetos a las interpretaciones individuales harán siempre nuevos y sutiles —o “infraleves”, como decía Duchamp— contactos con ellos). L’objet trouvé de Duchamp es un objeto encontrado más por su condición de retirado (por el acto de su separación) de la normalidad (y colocado de esta forma en su nuevo rol de obra de arte) que por su normalidad misma. L’objet trouvé de Duchamp es un objeto encontrado en un otro significado, y como obra se exhibe este nuevo significado.
Exactamente lo contrario ocurre con los objetos pintados por Warhol. Aunque el rol de Warhol es equivalente al de Duchamp en su dimensión sociológica, el efecto del artista sobre la obra (esto, desde luego teniendo en cuenta principalmente, y quizá solamente, las pinturas de sopa Campbell, sellos postales y botellas de Coca-Cola) está tan valorado en sí mismo, que la transformación operada en el objeto “retirado” no es definitiva; incluso el retiro mismo es especialmente inocuo. El objeto warholiano permanece como tal, aún siendo convertido en obra de arte, y conserva su estado primitivo permanentemente “operativo” tanto en su contexto no artístico original como dentro de la obra misma. Podría decirse incluso, que ningún tipo de “retiro” ha acontecido verdaderamente. La situación en la que se da el círculo de Duchamp es típicamente hermenéutico para con la obra misma, mientras que el warholiano es un “círculo Pop”. La diferencia fundamental entre ambos círculos está en el rol que el objeto-encontrado desempeña. El acto artístico de Duchamp opera sobre el objeto en el territorio de las interpretaciones, donde la re-interpretación desvela una significatividad más amplia, que pareciera metafísicamente preexistente, paralela a la convencional del uso diario, y esa re-interpretación es de tal ímpetu que es inseparable de la experiencia, dando una singularidad ineluctable al objeto que lo convierte en “pieza única” (no obstante todavía sea posible hacer réplicas de él), sacralizando su nueva condición en el espacio mental de la cultura. El círculo Pop en cambio, aún operando con objetos, actúa en otro ámbito separado de estos: el territorio Pop es el espacio social, y el acontecimiento artístico, la obra propiamente tal, tiene un grado de independencia suficiente con el objeto involucrado de tal manera que este actúa solamente como un catalizador de la “reacción” sin sufrir una transformación irreversible. El objeto pop es un vehículo de la exhibición de su contexto: es el contexto del objeto lo que se promueve al nivel de obra, es decir, es la existencia previa del objeto para su consumidor cultural lo que viene a exhibirse reflejado en él. El arte pop es el arte del contexto, el arte de transformar en obra la propia vida cotidiana, lo mundano, lo de todos los días, de tal manera que en lo de siempre se descubra una proyectualidad totalmente renovada. Las palabras moda, “glamour”, fama, tan usadas por Warhol, son la tela y el óleo de su arte. No tienen importancia, entonces, quién efectivamente es el que pinta ni cuál es el medio para llevar el motivo al lienzo. Sólo es relevante la irrelevancia del motivo yuxtapuesta al valor comercial (o sea de consumo en todo su sentido) de la obra.[6]
La condición efímera de la experiencia que ve una obra warholiana en la estantería es esencial en lo abierto en la experiencia pop. Por la debilidad de su determinación, lo que nos ocupa a diario, eso en lo que estamos en forma inconsciente y acostumbrada, se confunde con la conformación de una imprecisa “obra de arte” y la vida misma se integra a la posibilidad de una experiencia renovada, atenta a la posibilidad de redescubrir la extrañeza olvidada de la normalidad. Entonces, cómo fue que las cosas que pasaron a pertenecer a nuestro mundo recibieron un rol en él, parece hacerse más visible, cuando la seriedad de lo en serio parece no ser más que provisoria, sino totalmente arbitraria. La foto noticiosa de un accidente aéreo o automovilístico, el rostro sonriente de Marilyn Monroe ya muerta, la silla eléctrica de una ejecución reciente, el rostro entristecido de Jacqueline Kennedy o la circunstancia bochornosa de la “Cleopatra” que ha decidido arrojarse definitivamente a los brazos de Richard Burton, son para Andy Warhol, en sus series y repeticiones obsesivas, los catalizadores de la redefinición permanente de la seriedad debida.

La secularización debida

En este ensayo se ha utilizado frecuentemente la expresión “experiencia artística” y no “experiencia estética”. Todo lo que pueda dar sentido a la consideración de la sopa Campbell en un supermercado santiaguino tiene validez en tanto que se tenga presente la dimensión existencial de la palabra experiencia. De esa manera, la experiencia artística y no la estética es la cuestión que aquí se ha debatido, en tanto que por la palabra arte signifiquemos una forma de ser, en la que no sólo los artistas propiamente tales son, sino en la que todo ser humano ya puede ser por el sólo hecho de estar-en-el-mundo, como diría Heidegger, cuando ese estar le enfrenta (le ubica en frente) y le hace patente que la proveniencia de las cosas no es completamente exterior como parece. Decidir qué son, juzgar expresivamente (la experiencia estética) cómo son, y tratar de entender por qué son, ya vienen después.
Comprender la distancia que las obras pop guardan con sus propios objetos (o motivos) es más difícil en la periferia de la experiencia pop original en que vivimos aquí. Pero no creo que pueda decirse que fue fácil tampoco para las concepciones del arte de su propio tiempo que incluso ya eran modernas. Marcel Duchamp dijo de los cuadros de sopa: “Si coges una lata de sopa Campbell y la repites cincuenta veces, no te interesa la imagen retiniana. Lo que te interesa es el concepto que quiere poner cincuenta latas de sopa Campbell en un lienzo.”[7] Pero así revela que su percepción no se vuelve aún a mirarse a sí misma; todavía la obra se debate en el problema de su emancipación retiniana. Warhol parece más bien no sólo haber recorrido todo el camino conceptual señalado por Duchamp, sino venir de regreso para decir cómo ese concepto de lo artístico se ve desde su revés.
Todavía, sin embargo, la experiencia del supermercado debe remontar la duda sobre su realidad. La sopa Campbell, como icono, está consagrada culturalmente y ese es su propio obstáculo cultural para la validación de la experiencia del supermercado. El círculo pop no se cerrará mientras la circularidad hermenéutica la ponga en lo artístico que el nombre de Warhol trae consigo. Es necesario que su imagen icónica sea secularizada. Una comparación con los cuadros de botellas de Coca Cola, producto que sí consumimos desde el mismo siempre que Andy Warhol, puede aclarar a qué me refiero. El círculo pop sí se completa en ese producto: puede ser a la vez obra de arte e icono, y no-arte y no-icono.
El círculo se habrá cerrado cuando nos decidamos —sin meditarlo siquiera, en un día cualquiera, desposeído de toda ocasión—, a abrir la sopa warholiana que está en la estantería de los libros, y la sirvamos en un plato antes de los tallarines o de la carne con arroz, y la comamos simplemente como sopa Campbell. La clave de ello será qué tan simplemente podremos efectuar ese “simplemente”.

[1] David Bourdon, Warhol. Ed. Anagrama, Barcelona, 1989
[2] David Bourdon, Op. cit.

[3] David Bourdon, Warhol. Ed. Anagrama, Barcelona, 1989

[4] Sólo al final de la vida de Warhol, cuando prácticamente toda su actividad estaba centrada en el cine, la Factory perdió su nombre para convertirse en Andy Warhol’s Studio.
[5] Pierre Bourdieu, ¿Y quién creó a los creadores? en Sociología y cultura, Grijalbo, México, 1990
[6] Es paradójico que Warhol comenzara regalando casi todas sus pinturas de sopa Campbell. Warhol suspendió definitivamente su generosidad cuando se dio cuenta de que ello no sólo ya había producido un efecto promocional, sino que definitivamente atentaba contra el personaje que socialmente empezaba a reconocerse en él.
[7] Rosalind Constable, New York’s Avant Garde an How It Got There. New York Herald Tribune, 17 de mayo de 1964, p.10 (citado por D. Bourdon. en op. cit.)