viernes, diciembre 14, 2001

La discontinuidad de la arquitectura

Sobre la imagen en las formas arquitectónicas



La interpretación de la arquitectura que instaló en el siglo XX la Escuela Moderna tiene en la metáfora de Le Corbusier, la máquina de habitar, la síntesis más expresiva de su concepción del rol de la arquitectura, del papel del arquitecto y del significado de la técnica para la vida social e individual. El pensamiento crítico de la Escuela Moderna funda sus juicios en una noción de verdad que mira y busca su indicación en el ajuste, perfectible cada vez más cabalmente en el diseño, entre el espacio artificial de la arquitectura y los actos del hombre; una correspondencia entre la forma y el diseño que se orienta éticamente en la determinación de la función que «un buen edificio» cumplirá, con la mesura y la austeridad que una correcta interpretación de los principios técnicos, materiales y económicos permitan. Una libertad, por otro lado, sostenida principalmente por la competencia técnica del diseñador y restringida a su vez por la ética de la «naturaleza de los materiales», inhibió toda retórica que no pudiese ser fundamentada en la elección correcta de un partido formal que satisficiese convincentemente las funciones a las que está destinado el edificio. Sólo dentro de ese marco pudo permitirse algunas libertades que, en pos de una sublimación expresiva del técnico construir, mostraron los siempre ampliables alcances estéticos de una arquitectura decididamente vanguardista. No obstante la violenta crítica de los años 70 y 80, en el marco de la revisión posmodernista con su irreverente nostalgia por las formas clásicas del pasado y los espacios urbanos conservados en el casco antiguo de las ciudades europeas, el paradigma funcionalista siguió dictaminando hasta hoy qué es verdadero y qué falso en arquitectura. La imagen de lo arquitectónico, aunque complejizada en la pluralidad blandamente legitimada luego de los debates posmodernos y aunque secularizadas sus obligaciones éticas para con los principios funcionales, no se aleja de ser la representación de un «para algo» utilitario ni de ese propósito objetivo y corporal de herramienta para el habitar. El juicio estético de arquitectura del siglo XX no parece querer separase de esa idea instrumental; sea que lo inspire el lema de Mies van der Rohe “less is more” o el lema de Robert Venturi “less is bore”, sea que atienda a los elementos tipológicos de Aldo Rossi o a las incontables y dispares variaciones de lo estilístico como en las obras de Michael Graves, Richard Meier o Norman Foster (incluso), sea que se inspire en las desmaterializaciones de lo estructurante como en los anamorfismos perspectivos de Zaha Hadid o la cada vez más estilística fracturalidad de la llamada arquitectura deconstructiva, el paradigma funcional de la acomodación y el seguimiento orgánico de la edificación a las aspiraciones y los actos humanos, sean ellos corporales o del espíritu, sostiene el juicio sobre lo logrado o fallido de la arquitectura. No parece haber, en todo el progreso técnico y expresivo del siglo ni en las metodologías cientifizantes de la enseñanza en las escuelas y de la investigación en el diseño arquitectónico, una contradicción a la teórica correspondencia de la arquitectura al fin de habitar, y con todo el meritorio testimonio plástico del siglo XX se ha agudizado esta idea de la arquitectura.

Pero cuando se intenta una definición de lo arquitectónico, al mismo tiempo que la metáfora corbusiana refleja la tesis de que la forma sigue a la función como la motivación más verdadera de la producción arquitectónica cuando lo que se quiere procurar es el habitar del hombre, puede llegar a verse que se ha oscurecido un aspecto que está profundamente involucrado y que paradójicamente parece olvidado cuando se caracteriza al habitar como una función. Este aspecto de la arquitectura es precisamente cómo aparece existencialmente, es decir su dimensión imaginaria, y cuando se intenta dar una respuesta en toda su generalidad a la pregunta: ¿cuál es la imagen de lo arquitectónico?, esa pregunta hace resurgir un sentido que ancla sus raíces todavía más hondo en lo que está verdaderamente involucrado en la cuestión del habitar, y como resultado provoca a formular la tesis opuesta.

Consideraciones imaginarias

Lo que se entiende por imagen no está por sí mismo claro. El significado de la palabra imagen no sólo es diferente para distintas disciplinas, sino que cada una de ellas pugna por instalar su propia definición como la denotación más verdadera de sus posibles significados. En una cultura de las comunicaciones —como es ya por sí sola la del lenguaje— que preserva y aumenta la proliferación de los discursos, es inevitable que las palabras, a la hora de decidir su significado denotativo, tengan que dar cuenta más o menos ampliamente de esa multiplicidad de discursos como si en esencia se tratara de uno sólo. La advertencia de Michel Foucault, en cambio, de que hay mucho menos palabras que cosas que nombrar, no deja nunca de ser oportuna. ¿Puede, pues, resultar razonable un tal esfuerzo de síntesis que ya viene condenado a su incompletitud, o más bien es precisamente este esfuerzo lo único que verdaderamente debiéramos considerar como la prestación del lenguaje? En relación con la palabra imagen, hay a lo menos dos «significados» que se interponen y que entorpecen la comprensión de lo que fenoménicamente está en juego. Ellas provienen de una tematización epistemológica de sus formas conscientes que tiende a olvidar su experiencia existencial. Por un lado, la concepción fisiológica de la imagen, sobre todo como una fase primaria y necesaria para su constitución, que tiene como modelo la imagen visual y que, de ahí, tiende a poner a la idea de lo imaginario en torno a la construcción de visiones o la evocación de sensaciones perceptibles retinianamente (La catedral sumergida o La niña de los cabellos de lino de Debussy, interpelan musicalmente a la imaginación retiniana, y es difícil que puedan ser lo mismo para el ciego de nacimiento; éste, en cambio, podría tener imágenes más coincidentes con las experiencias puramente auditivas de los videntes con una obra como Pájaros exóticos de Messiaen). Por otro lado está también la existencia mnémica de las experiencias sensoriales, con las cuales y desde las cuales construimos las imágenes. Pareciera ser que estas dos tematizaciones de la imagen, la fisiológico-sensorial (pero no sólo la visual) y su huella en la memoria, debieran bastar para una representación de la experiencia, y una imagen de la realidad. A lo menos, ambas tematizaciones llevan directamente a la conclusión de que lo que la imagen es, lo es de otra cosa: la imagen es siempre imagen de. ¿Pero qué quiere decir este de? La idea de realidad es eminentemente el territorio de la imagen, aunque este de no implique necesariamente una relación consecuentemente lógica con ella. La fantasía, como una posibilidad de realidad, puede recorrer todo el eje de la verosimilitud hasta un infinito que, aún en su desquiciamiento más feroz, tendrá siempre a lo real como el referente al que se ancla el hilo de Ariadna (los locos, también viven en una realidad, para nosotros irreal). Pero resulta claro que la imagen, real o fantástica, tendría en su de el compromiso leal de una ajustabilidad con la cosa «imaginada». Sin embargo, ¿puede creerse en esta lealtad, y que es a ella a la que se confían las prestaciones de las imágenes, o existiría todavía una forma más propia a la correspondencia a la que el de alude y que estaría siendo la auténtica razón de ser de la imagen? Imagen y realidad se necesitan mutuamente. Pero es precisamente por este vínculo tan evidente que puede pensarse cuál es la prestación que la imagen da. Que la noción de realidad actúe como el referente imprescindible no es razón suficiente para explicar la surgencia de una imagen; sólo una concepción sensorial y neuronal de lo imaginario puede corresponderse tan directamente así (y cabría analizar cuál es la indicación para que lo fisiológico pueda hacerse distinguible). Una concepción tal más bien tendería a una imperceptibilidad del fenómeno imaginario. En cambio la existencia de las imágenes (como entes temáticos y no fisiológicos), es indicio de que la realidad es ya una imagen por si misma, y que esto es suficientemente decisivo como para impulsarnos a la producción imaginaria. La realidad necesita ser hablada, representada, tematizada, puesta a prueba, imaginada. Entre imagen y realidad hay una tensión permanente. La lealtad de la imagen con la realidad tiene una comisión imitativa, pero sigue una vocación traicionera.
El lenguaje, al ser hablado, es decir, puesto en ejercicio, no reproduce una realidad sino que construye otra para someterla confrontacionalmente con la anterior. Este mismo fenómeno es el que se da en toda producción de imagen, no sólo las manifestadas «exte­riormente», sino también, y principalmente, las que formamos «inte­rior­mente». Una imagen es imagen dentro de otra imagen: a eso apunta el de de la imagen.
¿Cómo habría que entender entonces la producción de una imagen si ya se está siempre en medio de ellas? En la producción de imágenes, si cabe hablar así, lo producido en sí es el esclarecimiento de la tensión existente entre la «realidad» y su «imagen», es decir, la tensión con la imagen de realidad en la que se está cada vez como en un todo consistente. La prestación de la imagen es entonces la apertura de una posibilidad de ruptura con la aparente continuidad entre la imagen de realidad en la que se está y desde la que pareciera alzarse la imagen en particular como en consistente reflejo, y la surgencia de lo imaginario como reveladora de nueva realidad. El hecho de que la consistencia reaparezca en cada nueva realidad, hace pensar que lo real tiene siempre un carácter provisorio que, aunque indefinible e inefable en su totalidad, ya depende de una pre-comprensión previa. Acaso esa misma pre-comprensión depende a su vez de una imagen de consistencia; consistencia circular y hermenéutica que cada imagen pretende poner a prueba.

Discontinuidad de la imagen

La tesis anterior puede radicalizarse con la idea de que cualquier existencia es analizable desde la dimensión imaginaria siempre que se atienda al principio de discontinuidad. En la idea de discontinuidad de las imágenes está contenida la persistente tensión rupturista con lo representado; esto, sin embargo, no debe entenderse como la discontinuidad con el significado «previo» de una cosa que se ha visto insuficientemente reflejada en su imagen por lo que se ha hecho necesario un perfeccionamiento de la representación y con ello un progreso de la imagen; más bien la discontinuidad implica que el propio significado es en sí mismo un proceso de discontinuidad dinámica y provocativa, y que éste no está ahí de antemano y eternamente inmutable para ser descubierto cada vez más satisfactoriamente, sino para transferirse y relevarse a sí mismo tan pronto como sea puesto en escena. En la discontinuidad está ubicada la novedad inesquivable y permanente de las imágenes que da cuenta de todas las insuficiencias de los nombres, y al mismo tiempo de toda la utilidad de las palabras. La imagen es posible sobre la base de esa discontinuidad discursiva que hace que cada vez que algo se dice y se repita, pueda ser también una primera vez. Entonces el que el lenguaje permita la instalación dinámica de imágenes, quiere decir que se habla para explicitar diferencias más que congruencias. Ese es el sentido del logos (lo dicho en el decir) y de la lógica: instalar imágenes, o sea proposiciones. La lógica, por lo tanto, como idea (e imagen) de lo consistente, sólo sería aprehensible como aquel momento límite en que el logos como imagen, es decir como algo ya dicho, se precipita en discontinuidad. Es justo pensar que también en nuestra experiencia de algo falso, pero todavía más agudamente en la experiencia de la verdad, el logos no conmueve ni se impone por su ser permanente, conocido e inmutable, sino por presentarse avasalladoramente novedoso. El estremecimiento de la verdad agita desde sus fundaciones las estructuras en que se apoya toda construcción previa que pretendía sustentarla como definitiva. En este mismo sentido de discontinuidad, también puede pensarse a la verdad «objetiva» como lo hace G. Vattimo: monumento de la experiencia de una existencia ya pasada.
En el principio de la discontinuidad está implícita una acción que podríamos llamar recusiva y desacreditadora. Ella no sólo motiva y determina toda construcción imaginaria para ser ofrecida confrontacionalmente a los demás, sea ella en el lenguaje como en lo ostensible formal y visualmente, sino que al interior de nosotros mismos ya cumple ese rol recusivo: nada pensado o dicho, nada visto o escuchado, está ahí para permanecer intocable, para autosustentarse por su propia presencia descubierta y esclarecida; nada tiene en el tiempo garantizada su «realidad». En otras palabras, no hay suficiente realidad nunca, y nada da testimonio de sí mismo salvo las propias imágenes que están ahí para mostrar las inconsistencias de la consistencia o la permanente insuficiencia de lo suficiente.
La discontinuidad de la imagen para con la realidad es una continuidad existencial con la pre-comprensión de «lo realidad» entendido como el conjunto sintético (e imaginario, desde luego) de todos los posibles reales constructibles, y por ende temporales, que están implícitos en la experiencia (no tematizada) de la vida. La discontinuidad en el «esto es aquello» de la imagen viene del esfuerzo cada vez más inútil de mantener intacta la realidad del «esto» y la realidad del «aquello», para verse finalmente obligado a aceptar el «esto es aquello» como una nueva realidad. Pensar sobre el acto de pensar (el pensar es un ejercicio propiamente imaginario) es propiamente un ejercicio discontinuo. En el pensamiento se pone en jaque la realidad de lo real. En cualquier forma que el pensamiento sea, es siempre imaginario; y lo imaginado en sí no es lo real sino su realidad. Pensar es solamente imaginar la realidad confrontando lo «real» con la «realidad», y al pensar sobre el pensar se hace aparecer la realidad en su condición de monumento en la que se petrifica y sepulta lo real. En su monumentalidad queda guardada toda su indisimulable autenticidad, la prueba de su existencia pasada, su histórica honestidad; en la monumentalidad de la realidad está para siempre exhibida la humanidad de lo humano, y en el imaginar, lo humano de su humanidad.
Así como la preservación intocable de los monumentos es la institución caritativa de los museos, su demolición despeja el terreno para la edificación del ahora, pero no se edifica el ahora sin la referencia del pasado. Por ello la discontinuidad de lo imaginario no consiste en un pensamiento que procede despojando a la imagen de su ubicuidad y su sentido convencionalizado; más bien esa discontinuidad es perceptible sólo sobre la base de la ubicuidad misma, que por intermedio de la imagen se hace patente. La patencia de lo real es su realidad, es decir su propia ubicuidad, pero en vez de hacerse presente esa ubicuidad como una fundación sólida desde la que se puede ir y hacia la que se puede volver, revela que también es ella una imagen. La discontinuidad, por lo tanto, no desarraiga de su ubicuidad, sino que la lleva consigo al descubrimiento de un nuevo asentamiento, que cada vez se revela a sí mismo como no definitivo. La idea de imagen de otra imagen, pone todo el acento en el de como el auténtico territorio de la ubicuidad de lo imaginario. El de es el dónde de la imagen. Es en el de donde lo imaginario habita, donde perdura y sobrevive en su desleal desapego, para volver una y otra vez a ponerse de manifiesto, a dar su prestación al pensamiento, a ser en continua discontinuidad. El modo de ser de las imágenes es, en su ser-imagen-de, una pertenencia a la cosa imaginada, pero a la manera de una discontinuidad.
La discontinuidad de las imágenes es el peregrinar de la verdad. Si en el lenguaje no surgieran las imágenes mostrando su discontinuidad y la verdad se estableciera definitivamente en el logos, como un monumento, nadie entonces podría ofrecer al otro una palabra tranquilizadora.

Las imágenes de lo arquitectónico

La arquitectura, como ente «real» es susceptible de una imagen y por ende de un análisis de discontinuidades. Pero para un acercamiento desde esa perspectiva se debe intentar una precisión de las posibilidades propias en que actúa la arquitectura como imagen, o dicho de otra forma, aquello de lo que lo arquitectónico es «realidad».
Uno de los modos en los que lo arquitectónico es imaginado guarda una relación muy próxima a la sinestesis (la sensación secundaria en otra parte del cuerpo que la afectada directamente, pero también la anticipación psicológica de la experiencia sensorial asociable). Una reja con barrotes muy juntos es imagen de un paso doloroso si no completamente imposible entre ellos. Una baranda muy baja disuade de apoyarse en ella. Por experiencias no directas sino, a su vez, imaginarias —nadie necesita haber experimentado una caída desde un balcón para desconfiar de una baranda—, hemos construido relaciones de las formas arquitectónicas y sus aprovechamientos, disponibilidades e indisponibilidades. Por razones equivalentes, un edificio expresa su accesibilidad y su carácter público en la forma de su puerta de acceso y su ubicación en la fachada: el paso simultáneo de varias personas está anticipado en sus dimensiones.
Otro modo de la imagen arquitectónica, que se origina y depende de lo sinestésico, pero que conforma disponibilidades culturales que trascienden las dificultades sinestésicamente disuasivas, son las asociaciones tecnológicas. Los rascacielos pueden «ser» gracias al ascensor: su imagen es muy diferente a la de la torre de una catedral gótica, que salvo por la contemplación de su espectacularidad constructiva, está disponible sólo a través de una escalera inmisericorde. Sin el automóvil, la metrópolis moderna no está disponible más que a la escala del barrio; y en cambio el centro de la ciudad, sólo está disponible por medio de su creciente peatonalización.
Otro modo de la imagen puede darse, también en el plano cultural, asociando el significado de los espacios a las formas funcionales epocales y sociales. La imagen de una estación ferroviaria se superpone a su reutilización como centro cultural, y ambas funciones, la nueva y la original, toman una de la otra una forma de ser particular y diferente, enfatizando, por ejemplo, el carácter transitorio y efímero de las exposiciones que en ella tienen lugar, o su carácter público y masivo.
Finalmente, y quizá sea la que debiéramos considerar como la más propia, la imagen arquitectónica es la de un lugar. Lo hecho disponible ahí no es el espacio circulable mismo, sino la imagen icónica de su conformación. Si bien esto actúa en todas las escalas, la dimensión urbana es la más evidente. Los anteriores modos de la imagen de lo arquitectónico concurren a la formación de una «realidad» de la arquitectura que es más próxima a la concepción fisiológica y mnémica de lo imaginario, pero la imagen de lugar es la que de manera más genuina incorpora existencialmente al individuo y es el territorio propio donde la discontinuidad que actúa en la imagen tendría su efecto más importante: ella haría perceptible la experiencia de habitar. El habitar, que en los términos pragmáticos de Heidegger es la constitución de un Ahí [1] (la experiencia del mundo), que viene de una “condición respectiva” de las cosas que son tales por estar nosotros vueltos hacia ellas en el trato de la ocupación cotidiana y del uso, conforma el “todo remisional” o más precisamente, el “mundo” de la arquitectura (que, si no es por sí mismo lo arquitectónico propiamente tal, es el campo donde ejercer la producción de arquitectura y su imagen), donde el tipo de disponibilidad de las cosas es el espacio mismo que ellas “producen” al co-estar con nosotros. La forma que adquiere la disponibilidad de ese “todo remisional” y de ese “todo de útiles” heideggerianos, se convierte en accesibilidad: el todo remisional está disponible porque accede a nosotros, porque se torna en lugar. El ser en el mundo de Heidegger tiene la forma de un estar (estar en el mundo) y es la primera y más eminente forma en que el ser se manifiesta, de ahí que decir lugar sea fenoménicamente la señal de hallarse siendo en medio-de. Pero además, el habitar es la apariencia (o la imagen) del espacio que el todo remisional abre, pero no en la racionalidad de sus dimensiones físicas, sino en la de su ser cabida para nosotros, o sea en su verse accediendo a nosotros. Entonces se puede llegar a pensar con Heidegger que el modo de ser hombre en la tierra es el habitar, y que el construir es propiamente el habitar[2].
Pero, ¿qué consecuencia tendría para el entendimiento y la apreciación de lo arquitectónico el que concibamos que la conformación de lugar es el modo más significativo de la imagen de la arquitectura? ¿Cómo es que ese “estar vuelto hacia las cosas” termina por hacer de ellas un lugar para nosotros expresándose como una accesibilidad, si esa accesibilidad no es más que el reflejo de nuestra mirada, del envío de nosotros mismos sobre ellas? ¿Cómo es que olvidamos la condición remisiva de las cosas y nos dejamos engañar por la ilusión de que ellas han «accedido» a nosotros? Estando en medio de la edificación que es mi casa, ¿qué quiero decir cuando digo que «me siento como en mi casa»? ¿O es que no hay tal ilusión? Y si la hay, ¿es propiamente una ilusión, o habrá que decir mejor, imagen, y por lo tanto cabrá ir de lleno hacia la discontinuidad de esa imagen, hacia su constante relevo de sí misma? Entonces cuando decimos lugar, cuando se trata del lugar de la arquitectura, el significado de esa palabra ya no habla de lo que se ha hecho existir en el espacio de las cuatro dimensiones físicas. Sin embargo al decir lugar y al decir conformación, primero y nuevamente, vienen a nosotros las experiencias visuales y sensibles. Empero por el camino retiniano toda edificación es puramente objetiva, es decir, un «puesto delante» que se yergue ante nosotros, tanto a la manera de un límite físico como también de una presencia alienada. Aunque la singularidad de la arquitectura en medio de la naturaleza y su profunda originalidad, como señala Henri Focillon[3], sea la de producir la “masa interna” de su espacio vacío interior, y aunque el hombre, que está siempre en la exterioridad de todas las cosas y que ha de romperlas para entrar en ellas, goce un privilegio exclusivo en la extraordinaria interioridad de la arquitectura, que “no es el de albergar un vacío interno cómodo y rodearlo de seguridades, sino el de construir un mundo interior en que se midan el espacio y la luz según las leyes de una geometría, una mecánica y una óptica que están contenidas necesariamente en el orden natural, pero donde la naturaleza no interviene”, la objetividad de la arquitectura nada tiene que ver con su experiencia existencial. Al decir lugar y al decir conformación, y al decir ambas palabras en la interpretación de lo imaginario, tendremos que pensar que la ubicuidad de lo conformado y el lugar del lugar no están afuera sino en la subjetividad, y desde la subjetividad se posan en lo exterior y lo recubren: lo hacen imagen.
Pero todavía se podría ser más radical en este asunto. Si la imagen de la arquitectura es el lugar, por ser imagen, y por ser lo imaginario el movimiento y el camino de la verdad y lo propio de la libertad (en el sentido de “la verdad os hará libres” de San Juan), lo que establece lo arquitectónico de una construcción es su discontinuidad con toda imagen anterior de sí misma. Por esa razón, no habrá obra que en el tiempo preserve su modo de ser ocupada; no hay edificio que no arriesgue la demolición, y no se habita sin transformar la obra. En otras palabras, habitamos en la medida que podemos imaginar dentro de la obra, donde lo imaginado es el lugar, es decir, el fenómeno del estar nosotros ahí, expresado en la accesibilidad que no es más que nuestra propia disposición hacia las cosas vista como reflejo en la construcción. Es un tanto triste pero necesario reconocer que lo que precisamente amenaza y terminará por destruir los edificios es lo arquitectónico que tienen puesto que la obra de arquitectura se diferencia de la mera edificación en tanto que sigue un diseño y una conformidad con una imagen, y como toda imagen, cumplirá más y más cabalmente su mandato nihilista para con todo lo que debe permanecer despegándose de lo vivo. Mientras mejor el diseño, y mientras más consecuentemente se ajuste a la imagen de lugar que quiere representar, mientras más perfectamente sea la imagen producida una imagen de sí misma, entonces más terminada, más discontinuada, más pasada será la irremediable y nihilista perfección de la obra. Esto vuelve a decirnos lo que ya sabemos tan bien: los monumentos ya no son habitación; ¡Ay de mi casa cuando se convierta en monumento! Ya no habrá lugar para mí en ella, sólo para el que fui y no para el que soy.
Entonces ¿cómo es que cuando estoy en mi casa me siento como en mi casa? La respuesta a esta pregunta debe llevarnos a responder primero otra: ¿qué quiero decir cuando expreso que tengo una imagen de algo? ¿Cómo pude llegar a convencerme de que esa imagen es mía si yo también produzco imágenes para mí mismo con tan sólo evocar las imágenes que «tengo»?
En la esfera de lo discontinuo, las imágenes que tengo son tales porque las enfrento con las imágenes que produzco, pero lo que produzco existe solamente en medio de lo que tengo. Porque es lo que tengo lo que discuto con lo que produzco, es que percibo lo que tengo. En ese enfrentamiento de la discontinuidad, la sensación de posesión de una imagen se hace tan efímera que sólo logro levantar la mirada sobre ella en un gesto que más parece una despedida que una conciliación. Lo mío de la imagen-que-tengo, es al mismo tiempo lo que necesariamente pierdo al descubrir la imagen que produzco, la que a su vez se vuelve imagen-que-tengo para perderla otra vez, siguiendo la obligada renovabilidad a que somete la experiencia de la verdad. Por esa razón quizá nunca nos sintamos tan satisfechos con lo que tenemos como nos sentimos de atraídos por lo que podemos tener. Sólo cabría conservar las imágenes que se tienen a la manera de un recuerdo, para ser exhibidas simbólicamente como rememoración de lo vivido y de la experiencia, que sólo puedo decir que tengo en la medida que me sirva para imaginar lo que viene, para la producción del futuro. También con esto se hace verdadera la opinión de Heidegger de que el pasado no está atrás de nosotros, sino tirando desde adelante.
Pero en el momento efímero en que experimento la sensación de la posesión de una imagen y es lo nuevo de la imagen producida lo que viene a tomar su lugar, en la discontinuidad, con todo su carácter de ruptura y de relevo de lo antiguo, pareciera conservarse al modo de una pertinencia, una correspondencia con su historia, como si lo antiguo y lo nuevo proviniesen de la misma región de lo posible, de un mismo lugar en el que nosotros mismos tenemos cabida. Pero acaso esa pertinencia no sea más que la ilusión de cómo se ve a posteriori lo imaginario producido, o sea de la coherencia que la «realidad» guarda con lo real, cuando lo que en verdad ha ocurrido es que lo único conservado —si no es que esto mismo sea a su vez imaginario— es que en lo tenido y lo producido hay un «nosotros mismos» que está detrás. Sin embargo, sin esa historicidad de la discontinuidad (a lo menos como imagen de unidad con sí misma) no sólo no habría posibilidad de sentido, sino que ni siquiera lo imaginario tendría otra existencia que la fisiológica. Por el contrario, en la historicidad de lo discontinuo está radicando esa certeza de que se trata de mis imágenes; que las hay de las que tengo y también de las que produzco, que hay algo como un yo que experimenta y que lo que soy (es decir la imagen de eso) se prolonga siempre más allá de cualesquiera sean sus representaciones. El yo, como imagen de mí mismo, aparece entonces como la síntesis de la historicidad de la discontinuidad como si se tratara de un legado consagrado sólo a la contemplación, porque cada vez que se le quiera convertir en lo que se perpetúa y se transmite al futuro, se estará nuevamente imaginando. Entonces, decir “este soy yo”, “esta es mi historia”, y “esta es mi casa” son todas narraciones explicitativas de carácter testimonial que, al olvidar la condición de relato y de imagen de realidad (aunque ya acontecida) que tiene lo histórico, corren el peligro de caer en la ilusión intranarrativa del retorno de la historia y la intrínseca predictibilidad del individuo. No hemos vivido porque somos como nuestra historia, más bien nuestra historia parece ser como nosotros porque ella es cada vez una imagen que está sometida a la discontinuidad y al relevo que significa existir.
En mi casa entonces me siento como en mi casa, porque en ella está representado el pasado que co-responde a mí, pues en el devenir productivo de lo imaginario, el pasado surge con su familiaridad confirmante y testimónica de toda la existencia vivida. Pero si lo vivido despierta en nosotros algo parecido a la nostalgia, ello es prueba de que el significado de las cosas es siempre el que tienen hoy, y ese significado «para ahora» es lo que convierte a la obra de construcción en arquitectura, en lugar, en habitable.

Desensamblaje de la máquina de habitar

El funcionalismo de la Escuela Moderna no es otra cosa que la formulación de la concepción historicista de lo imaginario en todo el sentido de conservación monumental de lo que pueda ser descubierto como «lo que se tiene». Pero todo aquello que la Escuela Moderna llama «buen diseño» ha estado siempre en la línea del retorno de lo histórico; el habitar, en cambio, en la de su superación. La tesis funcionalista reflejada en la metáfora de la máquina de habitar nos hace pensar que la única imagen que puedo diseñar es la histórica, porque la otra, la producida, la de la discontinuidad, no existe en otro lugar que no sea en la subjetividad individual.
Sin embargo, es posible, teóricamente al menos, concebir un modo de diseñar arquitectura donde lo conseguido como resultado no obedezca tanto a la interpretación positivista de las ideas funcionales del habitar, sino por el contrario a una definición más bien débil de sus imágenes. Una tal arquitectura de la discontinuidad (si lograra hacerse) debería proceder investigando en la posibilidad de que una ruptura de esa co-existencia intramundana de las cosas (es decir, la co-existencia por el fenómeno existencial del estar-en-el-mundo heideggeriano) pudiera facultar una mejor «imaginabilidad» de lugar, al hacer no imitativamente sino por el contrario, opuestamente, «propuestas» formales que flagrantemente se revelen como «imagen de...» para ser hermenéuticamente relevadas, sobrepasadas, revaloradas hasta el punto que ninguna interpretación pudiese hacerse sostenible en el tiempo y no obstante todo clamara por su tematización. Dentro de esa arquitectura lo familiar de la «lugaridad» y la accesibilidad ideal del habitar que acoge y subyuga se volvería hacia lo siniestro[4], y en una experiencia puramente estética y decididamente romanticista se pondría abrumadoramente de manifiesto la auténtica manera en que las cosas son para nosotros pero como una negación. Pero si esa negatividad parece enfermiza y conscientemente rechazable, la interpretación de lo imaginario como una discontinuidad revela que no estamos tan lejos de estar procediendo desde siempre «voluntariamente» así. Incluso los arquitectos más racionalistas podrían descubrir que cuando se proyecta un edificio es precisamente la producción de rupturas de este tipo lo que persigue la originalidad de la creatividad, que realmente no viene ésta del fiel obedecimiento (objetivo) de la función según dicta un procedimiento metódico (como un conocimiento que se tiene), sino más bien de la imagen (subjetiva) que de esa función humana el arquitecto produce para sí mismo y que su edificio instalará en toda la novedad que se abre en la discontinuidad.
Quizá no sea necesario buscar otra forma de hacer los edificios y baste tan sólo con reconocer que la tradicional, y especialmente la del siglo XX, no obstante parecer la procuración de una herramienta para habitar mejor según una idea del espacio adecuado a ese habitar, lleve también consigo una forma disfrazada de pensamientos y deseos inconscientes de un habitar más auténtico que consiste en no verse nunca encasillado en la obra, que quiere romper con todo lo que lo demarca, pero que contradictoriamente busca hallarse en las cosas. De la misma manera que el sueño manifiesto es la imagen desplazada y simbólica de un pensamiento onírico reprimido por medio del cual ha sido aceptado en la conciencia, las imágenes son los sueños de la vigilia porque habitamos en ellas.



[1] Martin Heidegger, Ser y Tiempo, (Trad. J. E. Rivera), Ed. Universitaria, Santiago, 1997.
[2] Martin Heidegger, Construir, habitar, pensar. En Conferencias y artículos, Eds. del Serbal, 1994
[3] Henri Focillon, La vie des formes, París, 1934.
[4] En el sentido de lo heimlich y unheimlich que Sigmund Freud señala en su artículo Lo siniestro. Obs. Comp. La palabra alemana para lo siniestro es unheimlich, que literalmente significa lo no hogareño y no familiar, es decir lo conocido y lo seguro que se ha vuelto extraño.